Elder Scrolls
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Artículo principal: 2920, el último año de la Primera Era

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Contenido[]

Fuego hogar
Libro noveno de 2920
El último año de la Primera Era

de
Carlovac Townway

2 de Fuego hogar de 2920
Gideon, la Ciénaga Negra

La emperatriz Tavia estaba tendida en la cama. El viento cálido de finales de verano que ella no podía sentir provocaba que las contraventanas de su celda golpearan las barras de hierro. La garganta le ardía, pero ella seguía sollozando desconsoladamente mientras estrujaba su último bordado entre las manos. Sus lamentos resonaban por las vacías salas del Castillo Giovesse y hacían que las criadas dejaran de limpiar y los guardias interrumpieran su conversación. Una de las mujeres subió las estrechas escaleras para ver a su señora, pero el guardia al mando, Zuuk, permaneció ante la puerta y sacudió la cabeza.

«Acaba de enterarse de que su hijo ha muerto», dijo en voz baja.

5 de Fuego hogar e de 2920
La Ciudad Imperial, Cyrodiil

«Majestad imperial», dijo el potentado Versidue-Shaie a través de la puerta, «puedes abrir. Te doy mi palabra de que estás completamente a salvo. Nadie quiere matarte».

«¡Por la sangre de Mara!», se escuchó la voz del emperador Reman III con tono sordo, histérico y teñido de locura. «Alguien ha asesinado al príncipe y estaba sosteniendo mi escudo. ¡Puede que pensaran que era yo!»

«Seguramente tienes razón, Majestad imperial», respondió el potentado, tratando de evitar cualquier insinuación de burla en el tono de voz mientras ponía en blanco con gesto despectivo sus rasgados ojos negros. «Debemos encontrar y castigar al malhechor responsable de la muerte de tu hijo, pero no lo podemos hacer sin ti. Tienes que ser valiente por tu imperio».

No hubo respuesta.

«Al menos, sal y firma la orden de ejecución de lady Rijja», exclamó el potentado. «Permítenos deshacernos de quien sabemos que es una traidora y una asesina ».

Tras una breve pausa, se oyó cómo arrastraban algunos muebles. Entonces Reman abrió la puerta, apenas una rendija, pero suficiente para que el potentado viera su enfurecida y asustada cara, así como el horrible montón de tejido rasgado que había sido su ojo derecho. Pese al trabajo de los mejores curanderos del Imperio, todavía seguía siendo un espantoso recuerdo de lo que hizo lady Rijja en la Fortaleza Thurzo.

«Pásame la orden», gruñó el emperador, «será un placer firmarla».

6 de Fuego hogar de 2920
Gideon, Cyrodiil

El extraño brillo azul de los fuegos fatuos, una combinación de gas de la ciénaga y energía espiritual, según le habían contado, siempre había asustado a Tavia cuando miraba por la ventana. Sin embargo, ahora le resultaba extrañamente reconfortante. Más allá de la ciénaga se encontraba la ciudad de Gideon. Era curioso que nunca hubiera puesto el pie en ella, pensó, a pesar de que la llevaba viendo todos los días desde hacía diecisiete años.

«¿Crees que me he olvidado de algo?», preguntó, volviendo la vista hacia su leal kothringi Zuuk.

«Sé exactamente lo que hay que hacer», respondió él con sencillez. Parecía que sonreía, pero la emperatriz se dio cuenta de que era tan solo su propio rostro reflejado en la plateada piel del guardia. Estaba sonriendo y ni siquiera se había dado cuenta.

«Asegúrate de que no te sigan», le advirtió. «No quiero que mi marido sepa dónde ha estado escondido mi oro durante todos estos años. Y llévate tu parte. Has sido un buen amigo».

La emperatriz Tavia dio un paso adelante y desapareció entre la niebla. Zuuk volvió a colocar los barrotes de la ventana de la torre y estiró una manta sobre varias almohadas encima de la cama. Con un poco de suerte, no descubrirían el cuerpo de Tavia sobre la hierba hasta el día siguiente, una vez que él ya estuviera a mitad de camino hacia Morrowind.

9 de Fuego hogar de 2920
Phrygias, Roca Alta

Los extraños árboles de ambos lados parecían un montón de protuberancias coronadas por un gran estallido de rojos, amarillos y naranjas, como un montículo de insectos ardiendo. Las montañas de Wrothgar se desvanecían en aquella noche nebulosa. Turala se maravilló ante aquella vista, tan extraña y diferente en comparación con Morrowind, mientras dirigía su caballo hacia un pastizal. Tras ella, con la cabeza moviéndose contra su pecho, Cassyr dormía mientras acunaba a Bosriel. Por un instante, Turala consideró la posibilidad de saltar la baja valla pintada que atravesaba el campo, pero se lo pensó mejor. Decidió dejar que Cassyr durmiera durante unas horas más antes de cederle las riendas.

En cuanto el caballo entró en el campo, Turala divisó la casita verde en la siguiente colina, medio escondida en el bosque. Era una imagen tan pintoresca que se sintió sumergida en un agradable y relajante estado de adormilamiento. El sonido de un cuerno la devolvió a la realidad con una sacudida. Cassyr abrió los ojos.

«¿Dónde estamos?», siseó.

«No lo sé», tartamudeó Turala, con los ojos como platos. «¿Qué es ese sonido?»

«Orcos», susurró. «Una partida de caza. Rápido, dirígete hacia ese bosquecillo».

Turala hizo trotar al caballo hasta un pequeño grupo de árboles. Cassyr le entregó al bebé y desmontó. A continuación, se puso a bajar las bolsas y a tirarlas entre los arbustos. Entonces escucharon un sonido, unas pisadas distantes que retumbaban cada vez más fuerte y más cerca. Turala descendió con cuidado y ayudó a Cassyr a descargar el caballo. Durante todo este tiempo, Bosriel los miraba con los ojos como platos. A Turala a veces le preocupaba que su bebé nunca llorara, pero ahora daba gracias por ello. Tras bajar el último de los bultos, Cassyr dio unas palmadas en el lomo del caballo y este salió galopando hacia el campo. Agarró la mano de Turala y se escondió entre los matorrales.

«Con suerte», murmuró, «pensarán que es un caballo salvaje o que pertenece a una granja y no se pondrán a buscar al jinete».

Mientras hablaba, una horda de orcos entró en el campo tocando sus cuernos. Turala ya había visto orcos antes, aunque nunca tantos ni con esa seguridad tan bestial. Rugiendo de placer ante la visión del desorientado caballo, pasaron apresuradamente por delante del árbol en el que se escondían Cassyr, Turala y Bosriel. Algunas flores silvestres volaron por el aire, llenándolo de polen. Turala trató de contener un estornudo y pensó que lo había conseguido, pero uno de los orcos oyó algo y, junto a otro compañero, decidió investigar.

Rápidamente, Cassyr hizo acopio de valor y desenfundó su espada. Sus habilidades estaban más relacionadas con el espionaje que con el combate, pero había jurado proteger a Turala y a su bebé todo el tiempo que pudiera. Quizás consiguiera matar a esos dos, pensó, aunque probablemente gritarían atrayendo al resto de la horda.

De pronto, algo invisible se extendió por los arbustos como el viento. Los orcos cayeron hacia atrás, muertos. Turala se dio la vuelta y vio a una vieja bruja arrugada, de brillante pelo rojo, que salía de un arbusto próximo.

«Pensé que los ibais a llevar hasta mí», susurró sonriendo. «Mejor venid conmigo».

Los tres siguieron a la anciana a través de una profunda brecha que se abría entre zarzas y que cruzaba el campo hacia la casa de la colina. Cuando salieron al otro lado, la mujer se volvió para ver cómo los demás orcos se daban un festín con los restos del caballo, una orgía empapada en sangre al ritmo de los cuernos.

«¿El caballo era vuestro?», preguntó. Cuando Cassyr afirmó con la cabeza, ella rió a carcajadas. «Es una carne difícil de digerir, eso sí. Esos monstruos tendrán dolor de estómago y flatulencias por la mañana. Se lo merecen».

«¿No deberíamos seguir huyendo?», susurró Turala, nerviosa por la risotada de la mujer.

«No subirán hasta aquí», sonrió abiertamente, mirando a Bosriel, que le devolvió la sonrisa. «Nos tienen demasiado miedo».

Turala se volvió hacia Cassyr, que sacudió la cabeza. «Brujas. ¿Me equivoco al pensar que esta es la antigua granja de Barbyn, la morada del aquelarre de Skeffington

«Sí que lo es», dijo la vieja emitiendo una risita de niña, orgullosa de su mala fama. «Yo soy Mynista Skeffington».

«¿Qué es lo que les hiciste a aquellos orcos en el bosquecillo?», preguntó Turala.

«Les propiné un puñetazo espiritual justo en la cabeza», dijo Mynista mientras seguía subiendo la montaña. Ante ellos se encontraban los terrenos de la granja: un pozo, un gallinero, un estanque, mujeres de todas las edades realizando tareas, la risa de niños jugando. La anciana se volvió y vio que Turala no lo comprendía. «¿No hay brujas allí de donde venís, chica?».

«Ninguna que yo sepa», dijo ella.

«En Tamriel ejercen la magia personas de todo tipo», le explicó. «Los Psijic estudian la magia como si de un doloroso deber se tratase. Los magos guerreros, que trabajan en los ejércitos, representan el otro lado de la balanza, ya que lanzan hechizos como si fueran flechas. Nosotras las brujas conversamos en privado, conjuramos y realizamos ceremonias. Para derribar a esos orcos, simplemente les susurré a los espíritus del aire, a Amaro, a Pina, a Tallatha, a los dedos de Kynareth y al aliento del mundo, a los que conozco íntimamente, que golpearan a esos malnacidos hasta la muerte. Ya ves que conjurar no tiene nada que ver con la fuerza, con resolver enigmas o con desesperarse sobre viejos y rancios pergaminos; consiste en fomentar las relaciones. Podríamos decir que se basa en ser amable».

«Bueno, valoramos mucho que haya sido tan amable con nosotros», dijo Cassyr.

«Sí, es lo que tendríais que hacer», dijo Mynista tosiendo. «Vuestra especie destruyó la tierra natal de los orcos hace dos mil años. Antes de eso, nunca subían hasta aquí a molestarnos. Bueno, vamos a dejar que os lavéis y a daros de comer».

Y así, Mynista les condujo hasta la granja y Turala conoció a la familia del aquelarre de Skeffington.

11 de Fuego hogar de 2920
La Ciudad Imperial, Cyrodiil

Rijja ni siquiera trató de dormir la noche anterior, y la lúgubre música que tocaban durante su ejecución ejercía un efecto soporífero en ella. Era como si se estuviera obligando a caer inconsciente antes del hachazo. Tenía los ojos vendados, por lo que no pudo ver al que fuera su amante, el emperador, sentado ante ella, observándola con su único ojo sano. No pudo ver al potentado Versidue-Shaie, con su rollo pulcramente doblado y una mirada triunfante en su cara dorada. Podía sentir, como entumecida, la mano de su verdugo tocándole la espalda para calmarla. Parpadeó como si estuviera soñando y tratara de despertarse.

El primer golpe fue en la nuca y ella gritó. El siguiente le atravesó el cuello de un hachazo y murió.

El emperador se volvió al potentado con resignación y le dijo: «Ya lo hemos hecho. ¿Dijiste que tenía una hermana bastante guapa en Páramo del Martillo que se llamaba Corda

18 de Fuego hogar de 2920
Dwynnen, Roca Alta

El caballo que las brujas le habían vendido no era tan bueno como el anterior, pensó Cassyr. La adoración a los espíritus, el sacrificio y la hermandad debían de ser muy útiles a la hora de conjurar a los espíritus, pero tendían a ablandar a los animales de carga. Pese a todo, no podía quejarse demasiado. Sin la mujer dunmer y su bebé, había tardado poco en recorrer el camino. Ante él se alzaban los muros que rodeaban la ciudad de su tierra natal. Casi de inmediato, se vio rodeado por sus viejos amigos y su familia.

«¿Cómo ha ido la guerra?», gritó su primo mientras corría hacia el camino. «¿Es cierto que Vivec firmó la paz con el príncipe, pero que el emperador se niega a cumplirla?»

«No es eso lo que ha pasado, ¿verdad?», le preguntó un amigo que se unió a ellos. «He oído que los dunmer asesinaron al príncipe y después se inventaron una historia sobre un tratado, pero no hay pruebas de que exista».

«¿No ha pasado nada interesante por aquí?», rio Cassyr. «La verdad, no tengo el más mínimo interés en hablar de la guerra ni de Vivec».

«Te perdiste la procesión de lady Corda», dijo su amigo. «Llegó cruzando la bahía con todo su séquito y luego se dirigió al este, hacia la Ciudad Imperial».

«Pero eso no importa. ¿Cómo es Vivec?», preguntó su primo con impaciencia.

«Se le considera un dios viviente». «Si dimite Sheogorath y necesitan a otro dios de la locura, él podría ocupar el puesto», afirmó Cassyr con altanería.

«¿Y las mujeres?», le preguntó el chico, que solo había visto a las féminas dunmer en contadas ocasiones.

Cassyr sonrió ligeramente. La imagen de Turala Skeffington le pasó rápidamente por la cabeza para desaparecer un instante después. Ella sería feliz con el aquelarre y su retoño estaría bien cuidado. Sin embargo, ahora formaban parte del pasado, de un lugar y una guerra que quería olvidar para siempre. Desmontó del caballo y entró en la ciudad mientras charlaba sobre los banales cotilleos de la vida en la Bahía de Iliac.

El año continúa en La helada.

Apariciones[]

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