Elder Scrolls
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9 de Fuego hogar

Los dwemer se extinguieron hace varias eras, y tal vez sea para bien. Ver hombres y mujeres barbudos, del tamaño de un niño, tiene que ser perturbador. Sin embargo, la ira que desataron los dioses para eliminar a toda una civilización tuvo que ser, sin lugar a dudas, un espectáculo impresionante.

Los vestigios de esta civilización permanecen enterrados en el corazón de las montañas. Eruditos y ladrones de todo el mundo descienden como buitres sobre los restos de las ciudades dwemeri, deseosos de raspar los huesos del pasado, desenterrar viejos conocimientos y descubrir nuevos tesoros. Sin embargo, son muchos los que han muerto en estos salones de los condenados, pues las ruinas de los dwemer no están dispuestas a renunciar a sus tesoros sin luchar.

Durante mi infancia, mis parientes contaban historias sobre la habilidad que tenían los dwemer para construir máquinas. Decían que, antes de nuestros tiempos, ya utilizaban el poder de la tierra. Modelaban el hierro y el bronce con fuego y martillos, y los dotaban de un brillo mecánico que insuflaba vida a estas estructuras de metal y magia, ahora antiguas, que permanecen al acecho en sus oscuros pasadizos y cámaras, rodeadas por el chirrido constante de los engranajes y el siseo del vapor, para confundir o destruir a aquellos que intentan saquear los sagrarios dwemeri, como centinelas sombríos de los últimos vestigios culturales de una raza extinta.

Descendí a la húmeda oscuridad de Mzulft. El lento siseo del vapor, el crujido del metal y el traqueteo de los viejos engranajes que suministran energía a esta ciudad vacía pondrían nervioso a cualquiera. En la oscuridad, mientras sorteaba los cadáveres de los saqueadores o los eruditos que no habían conseguido llegar más lejos, oía deslizarse cosas por el suelo, pero sabía que no eran ratas que corrían a esconderse.

Pequeñas arañas mecánicas se abalanzaron sobre mí con rápidos movimientos. Las máquinas emergían de las paredes y las esferas se desplegaban para convertirse en artilugios que se deslizaban sobre engranajes y cuyos brazos eran ballestas. No pude más que maravillarme al ver aquellas máquinas que habían sido construidas con el único propósito de matar. La espada y el escudo son mi fuerza, así que no me dejé intimidar. Había oído hablar de cosas más grandes que acechaban en estas profundidades y, de hecho, algo se agitó en la oscuridad y sus pesados movimientos resonaron con fuerza. A cada paso que daba, sus pies golpeaban el suelo como si caminara sobre grandes pistones. Por fin pude verlo bien cuando abandonó la oscuridad. Blandía un hacha en una mano y un martillo en la otra. Su cuerpo, de bronce mate, tenía la altura de cinco hombres y su rostro había sido moldeado a imagen y semejanza de sus amos. Era un centurión de vapor. Las historias eran ciertas: ¡estas criaturas protegían los grandes tesoros dwemeri!

Empezó el combate. No cabe duda de que los dwemer están extintos, pues el estruendo de la batalla habría despertado a los muertos. Se abalanzó sobre mí blandiendo el hacha y el martillo con una fuerza inhumana, una fortaleza enorme y el único propósito de matar. Me concentré en esquivarlo mientras él destrozaba con golpes inútiles la piedra que me rodeaba. Blandí mi espada y aproveché todas y cada una de las oportunidades para contraatacar. Era tal la violencia que los pasillos se sacudían, pero no estaba dispuesto a permitir que una máquina acabara conmigo.

Cualquier otro hombre habría muerto, pero conseguí alzarme sobre el cascarón del autómata que, agonizante, dejó escapar un chorro de vapor a modo de último suspiro. Podría haberme llevado los artefactos y el metal de los dwemer, pero decidí dejarlos en su lugar porque no quería que las posesiones de los difuntos maldijeran mi aventura. Tal vez sea ahí donde tantos otros se equivocan.

Voy a proseguir con mi viaje. Puede que algún día encuentre un desafío digno, pues todavía no he visto nada que me haya hecho temblar.

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