Elder Scrolls
Advertisement

Artículo principal: Libros (Online)

Localizaciones[]

Contenido[]

La caravana trazó su ruta a través del Yermo Hueco. Las ruedas crujían bajo el aullido de los vientos desérticos.

Mercenarios, ataviados en cotas y cuero curtido, maldijeron el sofocante calor que los asaba bajo el infalible sol.

Escuchando sus juramentos murmurados, Ehtelar estaba agradecida con Rahad, su contacto en Centinela. El corpulento guardia rojo fue bendecido con un intachable sentido práctico, nacido de su vida en los yermos desérticos.

«Vestid ropa ligera», solía decir, «Las túnicas holgadas serán vuestras amigas en el Alik'r. Llevad más que eso puesto y os cocinaréis más rápido que un camarón dreugh en la olla de un pescador».

Ella se tomó su consejo a pecho, vistiendo solo prendas de lino e invirtiendo en una pulsera encantada que la mantendría fresca a pesar del agobiante calor.

Avanzando lentamente, la fila de carros subió por una cresta azotada por los vientos y se detuvo estrepitosamente.

Curiosa, Ehtelar desmontó. Mientras caminaba hacia el frente de la caravana, los mercaderes, confundidos por la repentina parada, se asomaron bajo los toldos que protegían sus espaldas del sol.

«Amiga», dijo Rahad mientras esta pasaba frente al carro principal, «Tus viajes te han llevado a muchas costas, pero dime: ¿alguna vez habías visto algo así?».

Mientras hablaba, señalaba el valle más allá de la carretera. Allí, entre piedras quemadas y sendas tortuosas, grandes agujas de alabastro surgían de la arena, como flechas clavadas en un espeso cieno, extendiéndose a lo largo de kilómetros entre los dos riscos gemelos.

«¿Qué es eso?», preguntó Ehtelar, recuperando la compostura.

«Esperaba que tú me lo dijeras», respondió el guardia rojo. «En este camino nunca suele haber más que arena y dunas de aquí a muchas leguas. ¿Quién sabe cuánto tiempo lleva enterrado esto aquí?».

Dándose cuenta de la oportunidad que tenía de obtener riquezas, Ehtelar insistió en que acamparan junto a las ruinas por esa noche. Los mercenarios, contentos por tener al fin un respiro del sol del mediodía, ansiaban descansar de su agotador viaje.

La noche cayó y su regocijo se escuchó a primera hora de la mañana. De haber ocurrido algo en los alrededores de las ruinas, habría pasado desapercibido entre el barullo.

El alba sorprendió a Ehtelar y a su compañero abriéndose paso a través de las agujas en busca de una entrada. Ya casi anochecía cuando la hallaron.

«¡Aquí!», gritó Rahad, quien apenas podía contener la emoción bajo el profundo timbre de su voz. «¡Encontré la forma de entrar!».

Corriendo al encuentro de su amigo para ver qué había encontrado, al rodear una roca una terrible escena detuvo a Ehtelar.

Suspendido sobre una gran lanza que lo atravesaba estaba Rahad. Su funda estaba vacía y la espada que una vez contuvo estaba clavada sobre una duna cercana.

Ehtelar estaba inmóvil, boquiabierta y aterrorizada, mientras observaba a Rahad suspendido en el aire. Una gran cabeza escamosa emergía de la arena amontonada frente a la puerta en ruinas. Con un movimiento fluido, la criatura cambió de postura, arrojando a Rahad a un lado mientras comenzaba a limpiar su sangre de su arma.

Ehtelar negó con la cabeza. Pensó en pedir socorro a gritos, pero se dio cuenta de que la criatura podría matarla antes de pronunciar una segunda sílaba. Lentamente y con cuidado, dio un paso atrás, uno tras otro. Por un momento, parecía que escaparía, pero cuando dio su tercer paso, la criatura se volvió.

Esquivando una estocada de la lanza, Ehtelar ensordeció a causa de un repentino canto estridente. Tapándose los oídos como podía, cayó de espaldas mientras su oponente se desenrollaba tras ella.

Levantándose, expandiendo su caja torácica hasta que casi había duplicado su tamaño, su voz multitono formó un solo coro. Su aguda armonía resonaba a través de la arena, que comenzó a caer sobre las ruinas como si de lluvia se tratara. Conforme se giraba, la piedra bajo ella colapsó, precipitándola hacia su enemigo.

Todo lo que pudo hacer fue coger la espada de Rahad, enterrada en la arena hasta el pomo. De repente a distancia de ataque, lanzó una estocada hacia las oscuros fauces de la bestia. Cuando el acero se encontró con el cráneo, el terrible crescendo de la voz comenzó a tambalearse.

En ese momento, su oponente se dio cuenta de una simple verdad: ya no tenía sed de sangre y de carne. Ya no necesitaba nada en absoluto. «¡Qué maravilloso!», pensó mientras el suelo corría a su encuentro. Si su rostro reptiliano lo permitiese, habría sonreído.

Cuando la lamia cayó en espiral al suelo, su lanza enganchada alcanzó a Ehtelar en la pantorrilla. Sintiendo el frío mordisco del acero, perdió el equilibrio. Por un momento pareció que retomaría su postura, pero la roca en la que se encontraba cedió de repente.

Cayó hacia la oscuridad, suspendida dentro de una nube de humo que cubría las piedras afiladas y las agujas almenadas que se asomaban desde abajo, en las sombras.

Conforme la brillante luz del desierto la abandonada, se encontró bañada en una luz centelleante. Un campo de estrellas brillaba a su alrededor... No eran estrellas, pues se encontraba bajo tierra. Eran los brillantes cristales de los ayleidoon.

Cayó durante lo que parecieron días, acompañadas únicamente por las luces titilantes que se alzaban desde la oscuridad. «Si tan solo pudiera agarrar una de esas pequeñas estrellas», pensó, extendiendo sus manos hacia ellas, «podría volverme tan etérea como ellas y dejar este mundo atrás».

Desde abajo, un susurro creció hasta convertirse en el estrépito de una ráfaga de viento. Mirando hacia abajo, vio que el campo de estrellas parecía detenerse en seco... y que ese fondo se aproximaba a ella en la oscuridad.

Apariciones[]

Advertisement