Elder Scrolls
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L lettera Canción de la Ponzoña

Libro I
por
Bristin Xel
E letterstaba volviendo a empezar. Aunque todo parecía tranquilo -las últimas ascuas crepitando en el hogar; la joven criada y su niño amodorrados en una silla; un tapiz a medio acabar colgando de la pared, esperando a que lo acabaran mañana; una de las lunas visibles por la ventana a través de una nube de leche; un pájaro solitario, escondido en las vigas, arrullando plácidamente-, Tay oyó los primeros acordes de la canción sonar disonantes en algún lugar a lo lejos.

El pájaro de las vigas graznó y salió volando por la ventana. El niño que la chica tenía en brazos se despertó y empezó a gritar. La canción ganaba en intensidad, aunque seguía permaneciendo sutil y majestuosamente a su tempo. El movimiento de todo parecía seguir el ritmo de la música como si su extraña coreografía tuviera que escenificarse: la chica asomando por la ventana, las nubes reflejando el rojo del infierno que había abajo, su grito, enmudecido por completo, consumido por la canción. Todo lo que iba después, Tay lo había visto tantas veces que casi había dejado de parecerle una pesadilla.

No recordaba nada de su vida antes de llegar a la isla de Gorne, pero sabía que había algo distinto en su pasado que lo diferenciaba de sus primos. No era solo que sus padres estuvieran muertos. Los padres de su prima Baynarah también habían muerto en la guerra. No era que los miembros de la Casa en Gorne o en El Duelo cercano fueran inusualmente crueles con él. Lo trataban con la misma cortés indiferencia con la que todo Indoril trataba a cualquier otro chico de ocho años que se encontrara por en medio.

Pero, de algún modo, con una certeza absoluta, Tay sabía que estaba solo, que era distinto. Porque siempre oía la canción y tenía esas pesadillas.

-No hay duda de que tienes imaginación -su tía Ulliah le sonreía con paciencia, antes de despedirlo con un gesto para poder volver a sus escrituras y tareas.

-¿"Distinto"? Todo el mundo se cree que es "distinto", eso es lo que lo convierte en un sentimiento muy común -decía su primo mayor Kalkorith, que estaba estudiando para ser sacerdote del Templo y tenía las paradojas muy por la mano.

-Si le dices a alguien más que sigues oyendo música cuando no hay ninguna música que oír, te van a tomar por loco y te van a enterrar en el altar de Sheogorath -gruñía su tío Triffith antes de alejarse a grandes pasos a atender sus asuntos.

Solo su niñera Edebah lo escuchaba seriamente y asentía con un leve atisbo de orgullo. Pero no decía ni una palabra.

Baynarah, su prima y gran compañera de juegos, era con mucho la menos interesada en la historia de la canción y sus sueños.

-Qué cansino te pones con esto, Tay -le dijo Baynarah tras almorzar, en el verano de su octavo cumpleaños. Él, ella y Vaster, un primo más joven, se adentraron en un claro, en medio de árboles en flor. La hierba estaba muy baja, apenas les llegaba a los tobillos, y había grandes montones de hojas de negras del otoño pasado-. ¿Podemos volver a lo que estábamos? ¿A qué jugamos?

-Podríamos jugar al asedio de Orsinium -dijo Tay tras meditarlo un segundo.

-¿Qué es eso? -preguntó Vaster, su compañero inseparable, tres años más joven que ellos.

-Orsinium era donde vivían los orcos, allá en las montañas de Wrothgaria. Durante cientos de años, no dejó de crecer y hacerse cada vez más grande. Los orcos bajaban de las montañas y raptaban a la gente y saqueaban por toda Roca Alta. Entonces, el rey Joile de Salto de la Daga y Gaiden Shinji, de la orden de Diagna, y alguien más que no recuerdo, se unieron en Centinela contra Orsinium. Durante treinta años lucharon y lucharon. Orsinium tenía murallas de hierro y, por mucho que lo intentaban, no podían derribarlas.

-¿Y qué pasó? -preguntó Baynarah.

-Tú eres muy bueno inventándote cosas que nunca ocurrieron, así que, ¿por qué no te lo inventas?

Y así lo hicieron. Tay era el rey de los orcos, encaramado en un árbol al que llamaron Orsinium. Baynarah y Vaster hicieron del rey Joile y de Gaiden Shinji y le tiraron piedras y palos a Tay mientras le gritaban con sus voces más guturales. Los tres decidieron que la diosa Kynareth (interpretada por Baynarah haciendo doblete) respondiera a las plegarias de Gaiden Shinji e inundara Orsinium con un torrente de lluvia. Las amurallas se oxidaron y se vinieron abajo. En el momento indicado, Tay cayó obediente del árbol y dejó que el rey Joile y Gaiden Shinji lo destrozaran con sus armas encantadas.

Durante gran parte del aquel verano del año 675 de la Primera Era, Tay se mostró prácticamente insensible al poder del sol. No había nubes, pero llovía casi cada noche, por lo que la vegetación de la isla de Gorne era exuberante hasta la saciedad. La propias piedras parecían brillar con la luz del sol y las cunetas estaban repletas de ulmarias blancas y de perejalia; a su alrededor no le llegaba más que el suave aroma a flores y a árboles ajenos al viento; el follaje era de un color verde púrpura, verde azulado, verde ceniza y verdiblanco. Las grandes cúpulas, las sinuosas calles empedradas, los tejados de paja de la pequeña aldea de Gorne y la enorme roca blanquecina de la Casa Sandil... Todo eran cosas mágicas para él.

Aun así, los sueños lo perseguían por las noches y la canción continuaba, estuviera despierto o no.

En contra de las advertencias de tía Ulliah, Tay, Baynarah y Vaster desayunaban al aire libre cada mañana con los criados. Ulliah almorzaba dentro con cualquier dignatario que la visitara, pero los huéspedes eran raros de ver, por lo que muchas veces comía sola. Al principio, los criados comían en silencio, intentando mostrarse educados, pero acababan perdiendo la compostura y regalaban a los niños con cotilleos, historias y rumores.

-La pobre Arnyle vuelve a estar acostada y con fiebre.

-Te digo que están malditos. Todos ellos. Haz rabiar a los duendes y se vengarán de ti.

-¿No os parece que a la señorita Starsia, esto, le sale un poco más la barriguita últimamente?

-¡Quita!

La única criada que no decía nada era Edebah, la niñera de Tay. No era guapa, a diferencia de las demás doncellas, pero las cicatrices que lucía en su cara no la deformaban. Su nariz rota, malamente recompuesta, y su cabello corto le daban un cierto aire místico, de otro mundo. Se limitaba a sonreír quedamente ante los chismes y miraba a Tay con un amor y una devoción casi aterradores.

-Tenemos que ir a las colinas del otro lado de la isla -susurró un día Baynarah a Tay y Vaster tras el desayuno.

Había usado esos imperativos antes, y siempre había tenido algo maravilloso que enseñarles: una cascada, escondida tras helechos y grandes rocas, un higueral soleado, un discreto alambique que habían montado algunos campesinos, un roble enfermo, retorcido hasta formar la figura de un hombre arrodillado, un muro de piedra derrumbado que creían que tenía miles de años de antigüedad, el último refugio de una princesa maldita a la que llamaron Merella.

Los tres cruzaron la floresta hasta llegar a un claro. Unos cientos de metros más allá, el prado se hundía en el lecho de un arroyo seco, lleno de lisas piedrecillas. Lo siguieron hasta los oscuros bosques donde los árboles formaban un dosel, muy por encima de sus cabezas. De vez en cuando, flores rojas y amarillas brotaban entre la maleza húmeda, pero se fueron haciendo cada vez más raras a medida que los niños se adentraron más entre los umbríos robles y olmos. El aire crepitaba con los pájaros piando una obra coral en staccato, un acorde menor de la canción.

-¿Adónde vamos? -preguntó Tay.

-No es adónde vamos, sino qué vamos a ver - replicó Baynarah.

El bosque rodeó por completo a los tres chiquillos, los bañó en sus matices tenebrosos y les sopló gorjeos y suspiros mojados. Era fácil para ellos imaginar que estaban en el interior de un monstruo, caminando por su retorcido espinazo de piedras.

Baynarah coronó con esfuerzo la empinada colina y miró con los ojos entrecerrados la densa masa de arbustos y árboles. Tay sacó a Vaster del lecho del arroyo y trepó, agarrándose a los suaves hierbajos. Ahí ya no había ningún camino que cruzara el bosque. Zarzas y ramas que colgaban a baja altura los golpeaban como las garras de bestias encadenadas. Los chillidos de los pájaros se habían vuelto más estentóreos que nunca, como si esa invasión los enojara. Una rama le hizo sangre a Vaster en la mejilla, pero él no lloró. Hasta a Baynarah, que podía pasar como si fuera una criatura etérea por los bosques impenetrables, se le enganchó una trenza con una zarza, lo cual echó a perder el intrincado dibujo que una criada le había estado entrelazando horas antes. Hizo una pausa para poder deshacer la otra trenza, y sus brillantes mechones cayeron libremente tras ella. Se había convertido en algo salvaje, en una ninfa que guiaba a los otros dos por su reino de los bosques. La canción empezó a repicar como un latido salvaje.

Estaban en una cornisa de piedra, debajo de un risco que presidía un desfiladero enorme, mirando un mar de cenizas. Parecía el escenario de una batalla tremenda, un holocausto de fuego. Cubría el suelo una alfombra de cajas chamuscadas, armas, huesos de animales y desperdicios demasiado descompuestos como para resultar identificables. Estupefactos, Tay y Vaster se adentraron en aquel campo negro. Baynarah sonrió, orgullosa de haber encontrado por fin algo maravillo y misterioso de verdad.

-¿Qué es este lugar? -preguntó Vaster al fin.

-No lo sé - Baynarah se encogió de hombros-. Al principio pensé que eran una especie de ruinas, pero ahora creo que es un montón de trastos, pero trastos como nunca habíamos visto. Mirad esas cosas.

Los tres empezaron una desorganizada prospección de los montones polvorientos de desperdicios. Baynarah encontró una espada retorcida, apenas ennegrecida por las llamas y empezó a pulirla para ver las inscripciones de su hoja. Vaster se divertía rompiendo cajitas quebradizas con manos y pies, imaginando que era un gigante de una fuerza increíble. Un escudo maltrecho llamó la atención de Tay: había algo en él que reverberaba con el sonido de la canción. Lo desenterró y limpió su superficie.

-Nunca había visto este blasón -dijo Baynarah, mirando por encima del hombro de Tay.

-Creo que yo sí, pero no recuerdo dónde -susurró Tay, intentando conjurar el recuerdo de sus sueños. Porque estaba seguro de que lo había visto ahí.

-¡Mirad esto! -gritó Vaster, interrumpiendo los pensamientos de Tay. El niño llevaba una bola de cristal. Cuando pasó la mano por encima de su superficie, para quitarle el polvo y la tierra, la canción subió un tono e hizo que un escalofrío se apoderara de Tay. Baynarah corrió a ver el tesoro de Vaster, pero Tay se sintió paralizado.

-¿Dónde has encontrado eso? -dijo ella boquiabierta, mirando el remolino que se formaba bajo la superficie de cristal.

-En aquel carro -Vaster señaló un montón de madera ennegrecida que solo se distinguía de los demás por los radios de las ruedas. Baynarah empezó a cavar en el armazón medio derrumbado, de modo que solo se podían ver sus pies. La canción creció en fuerza y se adueñó de Tay, que empezó a caminar hacia Vaster lentamente.

-Dame eso -susurró con una voz que apenas llegó a reconocer como suya.

-No -Vaster le devolvió el susurro, con los ojos prendidos en los colores que se reflejaban en el fondo del orbe-. Es mío.

Baynarah cavó entre los restos del carro durante varios minutos más, pero no pudo encontrar ningún tesoro como el de Vaster. Casi todo lo que había en el interior estaba destrozado, y lo que quedaba no tenía nada fuera de lo normal: flechas rotas, fragmentos de armaduras, huesos. Frustrada, salió a la luz del sol.

Tay estaba solo, al borde del gran desfiladero.

-¿Dónde está Vaster?

Tay parpadeó y se volvió hacia su prima encogiendo los hombros y con una sonrisa.

-Ha vuelto para enseñarle a todo el mundo su nuevo botín. ¿Has encontrado algo interesante?

-No, la verdad -dijo Baynarah-. Quizá deberíamos volver a casa antes de que Vaster les diga algo que nos meta en problemas.

Tay y Baynarah empezaron el camino de vuelta a paso rápido. Tay sabía que Vaster no estaría ahí cuando regresaran, que él nunca volvería a casa. El orbe de cristal descansaba cómodamente en el zurrón de Tay, escondido bajo una pila de chatarra que había recogido. De todo corazón, rezó para que la canción volviera y ahogara la memoria del desfiladero y de la caída larga y silenciosa. El niño se había quedado tan sorprendido que ni había tenido tiempo de gritar.
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