Elder Scrolls
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L lettera Canción de la Ponzoña

Libro III
por
Bristin Xel
E letterl 685 de la Primera Era, cuando Tay tenía dieciocho años, vio por primera vez El Duelo, la ciudad de las agujas, hogar de la diosa. Su primo Kalkorith, que ya era todo un iniciado en el Templo, le cedió un par de habitaciones en la planta baja de la casa que se había comprado. Eran pequeñas y estaban vacías, pero el verde amargo crecía fuera y, cuando el viento soplaba por las ventanas, llenaba su dormitorio con un adorable aire especiado.

Los acordes de la canción ya no le molestaron más. Algunas veces no se daba ni cuenta, de tan baja y melodiosa como se había vuelto. En ocasiones, cuando iba por la calle de camino al Templo para recibir su instrucción, alguien pasaba a su lado y la canción crecía en intensidad antes de volver a decaer. Tay nunca intentó discernir qué tenían de diferente esas personas. Se acordaba de la última vez que había dejado que la canción lo guiara y le había pedido que asesinara a su jovencísimo primo Vaster. No era que el recuerdo lo afligiera excesivamente, pero no quería hacerle daño a nadie más a no ser que no tuviera otro remedio.

Los correos de la casa le llevaban regularmente a Tay cartas de Baynarah, que aún seguía en la Casa Sandil, en la isla de Gorne. Podía haber ido a estudiar al Templo, no había duda de que era lo bastante lista, pero había elegido no hacerlo. En un año o dos a lo sumo, tendría que irse y ocupar su puesto en la Casa Indoril, pero no tenía prisa. Tay recibía bien las noticias de cotilleos triviales que le llevaban las cartas, y le respondía con noticias de sus estudios y de sus amoríos.

En su tercer mes en El Duelo, ya había conocido a una chica. También estudiaba en el Templo y se llamaba Acra. Tay escribió a Baynarah entusiasmado, describiéndola como si tuviera la mente de Sotha Sil, el ingenio de Vivec y la belleza de Almalexia. Baynarah le contestó alegremente que, de haber sabido lo blasfemos que se les permitía ser a los estudiantes del Templo, ella misma se habría hecho iniciada.

-Estás muy apegado a tu prima -rio Acra cuando Tay le mostró su carta-. ¿Acaso estoy presenciando los vestigios de un romance frustrado?

-Es un amor, pero nunca he pensado en ella así -se burló Tay-. El incesto nunca me ha interesado especialmente.

-¿Entonces es ella la que está muy apegada a su primo?

-No lo sé -dijo Tay tras pensarlo un poco-. A decir verdad, nadie nos ha hablado mucho de sus padres o de los míos, así que realmente no sé cuál es nuestro parentesco. Por lo que sé, hubo muchas bajas en la Guerra de la Montaña Roja, y cuando preguntábamos por sus padres o por lo míos, era como si tiráramos un jarro de agua fría sobre el humor de los adultos. Después de un tiempo, dejamos de preguntar. Pero tú también eres una Indoril. Quizá seas una prima más cercana a mí que Baynarah.

-Es posible -respondió Acra con una sonrisa, levantándose de la silla. Se soltó el cabello, que había llevado recogido en el peinado formal que se reservaba a las sacerdotisas de noble cuna. Mientras Tay la miraba, transfigurado, ella se quitó el pequeño broche que prendía la túnica a la capa. El suave tejido de seda se deslizó lentamente hacia abajo, revelando al chico su cuerpo moreno y esbelto por primera vez-. Y, si lo somos, ¿te interesa el incesto especialmente ahora?

Cuando hicieron el amor, la canción empezó una ascensión lenta y rítmica por la cabeza de Tay. La visión de Acra ante él se oscureció y dio paso a imágenes de sus pesadillas, antes de regresar. Cuando al fin se derrumbó, agotado, la habitación pareció llenarse de las ardientes nubes rojas de su sueño, y el grito de la mujer y su hijo enfrentándose a la muerte resonó en su cabeza. Abrió los ojos y ahí estaba Acra, sonriéndole. Tay la besó, agradecido de tenerla en sus brazos.

Durante las dos semanas siguientes, Tay y Acra nunca se separaron. Hasta cuando estaban estudiando en alas opuestas del Templo, Tay pensaba en ella y, de algún modo, sabía que ella también estaba pensando en él. Luego corrían a estar juntos, cautivándose el uno al otro cada noche en sus habitaciones y en un rincón escondido del jardín del Templo cada día.

Fue cuando Tay corría a ver a su amada, una mañana, que la canción se alzó en fuertes tonos estridentes a medida que se le acercaba una anciana harapienta. Cerró los ojos e intentó acallarla, pero, cuando volvió a mirarla mientras compraba papiro de acorcharia a un vendedor callejero, supo quién era la mujer. Era su vieja niñera de Gorne, Edebah. Aquella que lo había abandonado sin siquiera despedirse para irse con su familia al continente.

Ella no lo vio y, cuando bajó por la calle, Tay se volvió y empezó a seguirla. Cruzaron callejones sombríos hasta llegar a la parte más depauperada de la ciudad, un barrio que le era tan ajeno como el salvaje principado de Akavir. La mujer abrió una portezuela de madera de una calle sin nombre, y el por fin la llamó por su nombre. Ella no se volvió, pero, cuando la siguió, descubrió que había dejado la puerta entreabierta.

La cámara era mohosa y húmeda como una cueva. Ella estaba de pie, mirándolo, su cara más arrugada de lo que recordaba, marcada con líneas de congoja. Cerró la puerta tras él, y ella lo cogió de la mano y se la besó.

-Qué alto y fuerte estás -dijo Edebah, y se echó a llorar-. Debería haberme matado antes de dejar que te arrancaran de mis brazos.

-¿Qué tal está tu familia? -preguntó Tay fríamente.

-Tú eres mi única familia -susurró ella-. Los cerdos de Indoril me obligaron a irme, empujándome con sus filos en la cara, cuando descubrieron que os servía a ti y a tu familia, no a ellos. Esa zorra de Baynarah me vio durante la plegaria del duelo.

-Estás diciendo locuras- se burló Tay-. ¿Cómo puedes amarme a mí a y a mi familia pero odiar a la Casa Indoril? Yo soy un Indoril.

-Ya eres lo bastante mayor para saber la verdad -le dijo Edebah con fiereza. Tay se había burlado cruelmente de su locura, pero empezó a ver algo parecido a esta ardiendo en sus ancianos ojos-. No naciste en la Casa Indoril. Te llevaron allí tras la guerra, como hicieron ellos y las demás Casas con todos los huérfanos. Fue la única manera que vieron de borrar la historia y eliminar todo vestigio de sus enemigos: criar a sus hijos como uno de ellos.

-Comprendo por qué te echaron de Gorne, anciana -dijo Tay volviéndose hacia la puerta-. Deliras.

-¡Espera! -gritó Edebah, abalanzándose sobre un armarito mohoso. Sacó de él una bola de cristal que brillaba con un espectro de colores, incluso en la penumbra de aquella cámara-. ¿Recuerdas esto? Tú mataste a aquel niño, Vaster, porque lo tenía, y te lo llevaste a tu habitación porque no estabas listo entonces para afrontar los hechos de tu herencia y de tu responsabilidad. ¿No te has preguntado por qué esta baratija te obligó a hacerlo?

Tay la miró boquiabierto y, aunque no quería, dijo: -A veces oigo una canción.

-Es la canción de tus antepasados, de tu verdadera familia -dijo, asintiendo-. No debes luchar contra ella, porque es un canto del destino. Te llevará a hacer lo que debes hacer.

-¡Calla! -aulló Tay-. ¡No dices más que mentiras! ¡Estás loca!

Edebah arrojó el orbe contra el suelo con todas sus fuerzas y lo rompió en una réplica ensordecedora. Los fragmentos se fundieron en el aire. Lo único que quedó fue un pequeño anillo de plata, con un sencillo símbolo grabado. La anciana lo recogió en silencio y se lo tendió al chico, mientras este seguía con la espalda contra la puerta, temblando.

-Esta es tu herencia, como portador de la Sexta Casa.

El símbolo del anillo estaba pensado para sellar las proclamas oficiales de la Casa. Tay le había visto uno parecido a su tío Triffith, blasonado con el ala que era el sello de la Casa Indoril. Este anillo era distinto, tenía un diseño en forma de insecto que le recordó el día en que Kena Gafrisi les había enseñado la heráldica de las Casas a Baynarah y a él.

Era el símbolo de la maldita Casa Dagoth.

La canción se apoderó de todos los sentidos de Tay. Escuchó su música, olió su horror, saboreó su pena, sintió su poder y lo único que pudo ver ante él fueron las llamas de su destrucción. Cuando cogió el anillo y se lo puso en el dedo, no fue consciente de lo que hizo. Como tampoco fue consciente de otra cosa que no fuera la canción cuando desenfundó la daga y la clavó en el corazón de la anciana.

Tay ni tan siquiera oyó sus últimas palabras, cuando Edebah cayó sangrando al suelo y gimió con una sonrisa ensangrentada un "gracias".

Cuando el velo de la canción se levantó, Tay no se dio cuenta al principio de que ya no estaba soñando. Ante él había habido llamas, las mismas que destruyeron la casa donde naciera, y llamas volvía a haber ante él. Pero eran las llamas del incendio que él mismo había provocado en la ruinosa casa de pisos, llamas que ya estaban reventando las paredes, consumiendo el cuerpo de su antigua niñera.

Tay huyó por las calles mientras la gente empezaba a llamar a la guardia.
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