
-Llevo aquí horas, querido. De haber sabido que habrías tardado tanto, habría traído más libros -rió nerviosamente. Cuando vio la cara de Tay y el estado de su ropa, sus modales perdieron toda frivolidad-. ¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?
-He visto a la vieja niñera de mi infancia, Edebah -dijo con una extraña voz-. Ha sido un cambio de planes repentino. No sabía que estuviera en El Duelo.
-Ojalá hubiera sabido dónde ibas -dijo ella, levantándose lentamente de la silla-. Me habría encantado conocerla.
-Bueno, pues llegas tarde. La he matado.
Acra inhaló profundamente, estudiando la cara helada de Tay. Lo cogió de la mano. -Quizá deberías contármelo todo.
Tay dejó que su amada lo llevara hasta el hogar, donde se sentó parpadeando ante el fuego. Bajó la mirada y se encontró con el anillo de plata en su dedo. -Antes de matarla, me dio esto. Es el sello de la Casa Dagoth. Me dijo que yo era el portador de la herencia y que la canción que siempre oigo en mi cabeza, la que me obligó a matar a otro niño cuando era pequeño, y ahora a la propia Edebah, es el cantar de mis antepasados.
Tay se quedó callado. Acra se arrodilló a su lado, acariciándole la mano del anillo. -Cuéntame más.
-Mi tutor, Kena Gafrisi, nos enseñó que la Casa Dagoth era una maldición para Morrowind. Dijo que, cuando los destruyeron a todos, al final de la guerra, la propia tierra suspiró aliviada -Tay cerró los ojos-. Veo esa aniquilación. Hasta puedo oírla en la canción. Edebah me dijo que las Cinco Casas adoptaron a los huérfanos de Dagoth, criándolos con sus propias tradiciones. Creía que estaba loca o era una mentirosa, pero la verdadera mentira han sido todos estos años en los que he creído que mi familia era la Casa Indoril.
-¿Qué vas a hacer? -susurró Acra.
-Bueno, Edebah me ha dicho que siguiera la canción hasta alcanzar mi destino -Tay rió amargamente-. Pero la canción es la que me ha obligado a matarla, aunque ahora no sé si seguir su recomendación. Sé que tengo que irme de El Duelo. Antes de que supiera lo que hacía, he pegado fuego a su casa. Han llamado a la guardia. No sé por dónde ir.
-Tienes muchos amigos que te protegerán si demuestras ser el nuevo abanderado del regreso de la Sexta Casa -Acra besó el anillo-. Yo te ayudaré a encontrarlos.
-¿Por qué ibas a ayudarme? -preguntó Tay, mirándola.
-Cuando pensaste que yo era tu prima de la Casa Indoril, no te importó tomarme, aunque muy bien podría haber sido incestuoso -contestó Acra, devolviéndole la mirada-. Yo también he oído la canción, aunque no es tan fuerte en mí como en ti, pero nunca he elegido desoírla. Me ha enseñado más de lo que nunca podrían haber hecho los ridículos sacerdotes y sacerdotisas del Templo. Me ha enseñado que mi verdadero nombre es Dagoth-Acra, y que tengo un hermano.
-No -dijo Tay con los dientes apretados-. Mientes.
-Tú eres Dagoth-Tython.
Tay empujó a Acra contra la pared y salió corriendo de la habitación. Mientras huía por el pasillo, oyó el sonido de las pisadas de Kalkorith por las escaleras que tenía delante, como un instrumento de percusión que la canción hacía sonar cada vez más fuerte en su cabeza y en su corazón.
-Primo -estaba diciendo el iniciado-. ¿Te has enterado de lo del incendio...?
-Primo... -Tay desenfundó la daga y se volvió, clavándola hasta la empuñadura en la garganta de Kalkorith-.
Yo no soy tu primo.
Las calles de El Duelo estaban iluminadas por el brillo rojizo del incendio de la casa de pisos, que se propagaba por las apretadas callejas debido a las continuas e intensas ráfagas de viento. Era como si el mismísimo Dagoth-Ur se cerniera sobre la ciudad, aventando las llamas que su heredero había prendido. Un guarda de la casa, que corría hacia el resplandor, se detuvo al ver a Tay, que estaba de pie, indeciso, meciéndose, ante la puerta delantera de la casa de Kalkorith, con un arma ensangrentada en la mano.
-¿Qué ha hecho, señor?
Tay huyó hacia el bosque, con la capa ondeando tras él por la fuerza del viento aullante. El guarda lo siguió, con la espada desenfundada. No tenía necesidad de investigar la casa para ver el asesinato. Ya lo sabía.
Durante horas, Tay corrió por la espesura, con la canción impulsándolo a seguir. El sonido de su perseguidor se desvaneció. Por fin, los árboles empezaron a clarear y no vio nada más ante él que aire y agua. Un acantilado, una caída de treinta metros hasta el mar Interior.
La canción le dijo que no. Tiró de él hacia el norte, con la dulce promesa de un lugar donde descansar entre amigos. Más que amigos... la gente que lo adoraría como heredero de Dagoth. Cuando caminó lentamente hacia el borde del acantilado, la canción se volvió más amenazadora, advirtiéndole de que no quisiera escapar de su destino. En la muerte no había escapatoria.
Tay musitó una maldición para su casa y se tiró de cabeza por el acantilado.
Era otro día glorioso en la isla de Gorne, el primero en semanas que Baynarah podría disfrutar de verdad. El tío Triffith tenía compañías importantes, miembros de una casa muy lejana, y le habían pedido a la joven que asistiera a cada comida, a cada reunión, a cada ceremonia. De niña, recordaba, había esperado un poco de atención. Ahora no había nada más dichoso que un tiempo alejada de sus deberes.
Solo había una cosa que quisiera hacer, que tuviera que hacer, cuando estuviera dentro, y era escribirle una carta a su primo. Pero eso podía esperar hasta la noche, se dijo. Al fin y al cabo, él hacía muchos días que no le escribía. Era la influencia de esa chica, Acra. Ahora le parecía desagradable, pero Baynarah sabía lo absorbente que podía llegar a ser un primer amor. Al menos, por lo que había leído.
Mientras caminaba ociosa por la pradera de flores silvestres, Baynarah estaba tan sumida en sus pensamientos que no oyó a su doncella Hillima llamarla. Se sorprendió bastante cuando vio a la joven sirvienta corriendo hacia ella.
-Señora -le dijo, sin aliento-. ¡Venga, por favor! ¡Ha aparecido alguien en la costa! ¡Se trata de su primo, el señor Indoril-Tay!