Elder Scrolls
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Skyrim[]

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Durante varios días, y tras la separación de sus amigos, Barenziah anduvo apesadumbrada, pero a la segunda semana comenzó a animarse. Se dio cuenta de que le gustaba estar otra vez de viaje, aunque echaba de menos la compañía de Straw más de lo que hubiera pensado. Les escoltaban caballeros guardias rojos con los que se sentía más cómoda, aunque eran más disciplinados y decorosos que los guardas de las caravanas de mercaderes con los que había estado. Eran simpáticos, pero la respetaban a pesar de sus intentos de seducción.

Symmaco le reñía en privado, alegando que una reina debe mantener la dignidad en todo momento.

"¿Es que se me ha acabado la diversión para siempre?", inquirió de mal humor.

"Al menos con estos, sí. No son de tu clase. De la autoridad se espera que actúe con elegancia y no con familiaridad. En la Ciudad Imperial mantendrás un comportamiento casto y recatado".

Barenziah hizo una mueca. "A lo mejor vuelvo a la fortaleza de Llanura Oscura. Los elfos son promiscuos por naturaleza. Todo el mundo lo dice".

"Pues todo el mundo se equivoca, porque unos lo son y otros no. El emperador y yo esperamos que sepas elegir y que tengas buen gusto. Déjame que te recuerde, Alteza, que subirás al trono de El Duelo no por derecho de sangre sino por capricho de Tiber Septim. Si estima que no eres apta, tu reinado concluirá antes de empezar. A sus vasallos les exige inteligencia, obediencia, discreción y plena lealtad, y en las mujeres aprecia la castidad y el recato. Te recomiendo encarecidamente que tomes por modelo a la buena de Drelliane, milady".

"¡Me vuelvo a Llanura Oscura enseguida!", replicó Barenziah entre brusca y resentida, ofendida por el pensamiento de tener que imitar a la frígida y mojigata de Drelliane.

"Ni se te ocurra, Majestad. Si no le resultas de utilidad a Tiber Septim, ya se encargará de que tampoco le resultes útil a sus enemigos", dijo el general en tono profético. "Si en algo estimas tu vida, ve con cuidado. Déjame que te diga que el poder reporta placeres distintos de los que proporciona la carne y el jugueteo con quien no está a la altura".

Comenzó a hablar del arte, la literatura, el teatro, la música y los grandiosos bailes celebrados en la corte imperial. Barenziah escuchó cada vez con mayor interés, estimulada no solo por sus amenazas. Más adelante preguntó, tímidamente, si podría reanudar sus estudios de magia en la Ciudad Imperial. Symmaco pareció complacido por tal propuesta y prometió satisfacerla. Animada, añadió que había observado que tres de los escoltas eran mujeres, y preguntó si podría entrenar con ellas aunque solo fuera para ejercitarse. Esto ya le hizo menos gracia al general, pero dio su consentimiento a condición de que solamente practicase con las mujeres.

El final del invierno fue clemente, aunque trajo algunas heladas, y el resto del viaje fue ligero y discurrió por caminos firmes. El último día de viaje parecía que la primavera había llegado, pues comenzó el deshielo. El camino se embarró y por todos lados se sentía el leve y continuo murmullo del agua que gotea y corre. Bienvenida fuera esa música...

Al atardecer llegaron al gran puente que daba acceso a la Ciudad Imperial. Los dedos rosados del atardecer sonrojaban levemente los marmóreos edificios de la metrópolis, dándoles un aspecto grandioso e inmaculado. Una amplia avenida, llena de personajes variopintos y multirraciales, se dirigía al norte, al palacio. Las tiendas iban apagando su alumbrado mientras prendían sus luces las tabernas y las estrellas invadían el firmamento, primero de dos en dos y después con mayor profusión. Incluso las calles adyacentes eran anchas y estaban bien iluminadas. Junto al palacio, las torres de un inmenso salón del gremio de magos se alzaban al este, mientras que, al oeste, refulgían en el decadente fulgor los ventanales de un inmenso tabernáculo.

Symmaco tenía sus aposentos en una magnífica casa a dos manzanas del palacio y pasado el templo. Lo identificó como "el tempo del Único", antiguo culto nórdico recuperado por Tiber Septim, y añadió que Barenziah habría de convertirse a dicho culto si el emperador lo estimaba conveniente. El lugar era espléndido, aunque no del gusto de Barenziah. Las paredes y el mobiliario estaban acabados en un blanco impoluto, únicamente alterado por toques de oro pálido, y los suelos eran de mármol negro mate. Barenziah echaba en falta el color y el juego de sutiles sombras.

Por la mañana, Symmaco y Drelliane la escoltaron hasta el palacio imperial. Barenziah observó que todos los que se encontraban saludaban a Symmaco con un respeto y una deferencia que casi caía en el servilismo. El general parecía acostumbrado.

Los llevaron directamente ante el emperador. El sol de la mañana inundaba la pequeña estancia por un ventanal de pequeñas hojas e iluminaba la suntuosa mesa del desayuno, en la que había sentado un hombre que interceptaba la luz. Se puso de pie nada más entrar y fue a recibirles. "¡Hombre, Symmaco! Nuestro más leal amigo. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto!". Agarró a Symmaco por los hombros breve y afectuosamente, evitando la reverencia que el elfo oscuro pretendía hacer.

Barenziah hizo una reverencia cuando Tiber Septim se giró hacia ella.

"Barenziah, nuestra traviesa fugitiva. ¿Cómo estás? Déjame que te vea bien. Pero si es un encanto, Symmaco. ¿Por qué la has tenido escondida tantos años? ¿Te molesta la luz, muchacha? ¿Echamos las cortinas? Claro que sí. Ignoró las protestas de Symmaco y él mismo corrió el cortinaje sin molestarse en llamar a un sirviente. "Me disculparéis tanta descortesía, estimados invitados. Son muchos los asuntos de los que he de ocuparme, aunque ello no sirva de excusa para tan poca hospitalidad. Pero sentaos, tengo unas nectarinas excelentes de Ciénaga Negra".

Se sentaron a la mesa. Barenziah estaba anonadada: Tiber Septim en nada se parecía al inmenso guerrero tenebroso que imaginaba. Era de estatura media y Symmaco le sacaba una cabeza, aunque era fornido y ágil. Tenía una sonrisa encantadora y ojos azules brillantes de profunda mirada, con una buena mata de pelo cano que coronaba el rostro arrugado y gastado. Lo mismo podría tener cuarenta que sesenta años. Los animó para que comieran y bebieran y después se interesó en por qué se había ido de casa, pregunta que el general le había hecho días atrás. ¿Acaso la maltrataron sus tutores?

"No, Excelencia", respondió Barenziah, "a decir verdad, no, aunque a veces lo imaginaba". Symmaco se había inventado el relato que a continuación hizo Barenziah, no sin recelo. El mozo de cuadras Straw la convenció de que sus guardianes, incapaces de hallarle un marido apto, la querían vender como concubina en Rihad y, cuando finalmente vino un guardia rojo, se asustó tanto que decidió fugarse con el mozo.

Tiber Septim parecía fascinado y escuchaba arrebatado los detalles de su vida de guardia en la caravana de mercaderes. "¡Parece un romance!" dijo. "¡Que el bardo de la corte le ponga música! ¡Qué encanto de muchacho tuviste que ser!"

"El general Symmaco me dijo que...", Barenziah se detuvo confusa para después proseguir. "Dijo que ya no parezco un chico. He crecido en los últimos meses". Bajó la mirada, con la esperanza de parecer virginal y casta.

"Nuestro leal amigo Symmaco sabe lo que dice".

"Sé que he sido una estúpida, Excelencia. Te pido perdón y pido perdón a mis guardianes. Hace tiempo que me arrepentí, pero la vergüenza me impedía regresar a mi hogar. Mas ahora no quiero volver a Llanura Oscura. Excelencia, lo que echo de menos es El Duelo. Mi alma anhela mi tierra natal".

"Volverás, te lo prometo, pero te pido que permanezcas entre nosotros un tiempo para prepararte ante el serio y solemne cometido que te encomendaremos".

Barenziah lo miró sinceramente, con el pulso acelerado. Todo estaba saliendo como Symmaco había previsto. Se sentía agradecida hacia él, pero procuraba centrar su atención en el emperador. "Para mí es un honor, Excelencia, y espero servirte plenamente, y a este gran imperio, de cualquier modo posible". Eran las palabras más idóneas en tal situación, y Barenziah las pronunció de todo corazón. Estaba maravillada por la espléndida ciudad y por la disciplina y el orden que se respiraba por doquier, y más emocionada aún por formar parte de ello. Además, se sentía arrebatada por el gentil Tiber Septim.

Transcurridos unos días, Symmaco marchó a El Duelo para ocupar el puesto de gobernador hasta que Barenziah pudiera ascender al trono, tras lo cual ejercería el cargo de primer ministro. Barenziah, con Drelliane de acompañante, se acomodó en varios aposentos del palacio imperial. Le asignaron varios tutores de todas las artes aptas para la educación regia. En aquella época se interesó mucho por la magia, pero la historia y la política no despertaban el menor interés en ella.

A veces se encontraba con Tiber Septim en los jardines de palacio, que le preguntaba incesante pero cortésmente por sus progresos. El emperador sazonaba con una sonrisa los reproches por su falta de interés en los asuntos de estado. No obstante, se mostraba siempre dispuesto a aconsejarle en materia de magia y hacía que la historia y la política pareciesen interesantes. "Se trata de personas y no de hechos puros y duros, recogidos en tomos polvorientos", decía.

Conforme aumentaban sus conocimientos, las conversaciones se volvieron más largas, más profundas, más frecuentes. Le habló de sus esperanzas de unificar Tamriel, con sus distintas razas separadas, pero con unos ideales y objetivos compartidos que contribuirían al bien común. "Hay características universales que todos los pueblos sensibles de buena voluntad comparten", dijo. "Al menos eso es lo que nos enseña el Único. Hemos de unirnos para combatir a los malvados e ignorantes, a los monstruos (orcos, trols, trasgos y criaturas peores) y no entre nosotros". El azul de sus ojos se iluminaba al describir su sueño, y Barenziah disfrutaba escuchándolo, sentada a su lado. Si se hubiera acercado a ella, habría refulgido como una llama. Si sus manos se hubieran encontrado, un escalofrío le habría recorrido todo el cuerpo como por encanto.

Un día, inesperadamente, le cogió la cara con las manos y la besó levemente en los labios. Se retiró un momento, asombrada por la violencia de sus sentimientos, y él se disculpó al momento. "No quería, pero no pude evitarlo. Eres muy hermosa, tremendamente hermosa". La miraba con un anhelo desesperado, con generosidad.

Ella se apartó, entre llantos y sollozos.

"¿Estás enfadada? Habla, por favor".

Barenziah cabeceó. "Cómo iba a enfadarme, Excelencia. Te quiero, y sé que eso no está bien, pero no lo puedo evitar".

"Tengo una consorte", dijo. "Es buena y virtuosa y me ha dado los hijos que un día heredarán el reino. No puedo deshacerme de ella, mas no hay nada entre nosotros, nada compartimos. A ella le gustaría que fuera distinto. Soy la persona más poderosa de toda Tamriel y la más solitaria". Se levantó de repente. "¡El poder!", dijo con un desprecio sublime. "Si los dioses me lo concediesen, lo daría casi todo por la juventud y el amor".

"Pero eres fuerte y vigoroso, más que ningún otro hombre que jamás haya conocido", dijo Barenziah.

El emperador hizo un gesto vehemente con la cabeza. "Hoy, a lo mejor. Pero cada década, cada año y cada día voy a menos. Siento la dolorosa punzada de mi mortalidad".

"Deja que alivie tu dolor, si en algo puedo paliarlo". Barenziah se acercó a él, con los brazos extendidos.

"No. No te arrebataré la inocencia".

"No soy tan inocente".

"¿Cómo dices?" Súbitamente, la voz del emperador se crispó abruptamente y frunció el ceño.

A Barenziah se le secó la garganta: independientemente de lo que hubiera dicho, no podía retirarlo, aunque algo se le ocurrió. "Fue Straw", balbuceó. "Por aquella época yo también estaba sola, y lo sigo estando. No soy tan fuerte como tú". Bajo la mirada abatida. "No soy digna, Excelencia".

"No, no es eso. Barenziah. Mi Barenziah. Esto no puede durar. Tienes deberes para con El Duelo y con el Imperio. Yo también he de ocuparme de mis obligaciones. Pero mientras podamos, ¿por qué no compartir lo que tenemos, lo que podemos, y pedir al Único que nos perdone por nuestra debilidad?"

Tiber Septim extendió los brazos y, sin mediar palabra, Barenziah se fundió en ellos voluntariamente.

"Estas jugando con fuego, muchacha", avisaba Drelliane a Barenziah, que admiraba el espléndido anillo de zafiro que su regio amante le había regalado para celebrar su primer mes de relación.

"¿A qué te refieres? Somos felices y no le hacemos daño a nadie. Symmachus me pidió que tuviera buen juicio y que fuera discreta. ¿A quién mejor iba a escoger? Además, nos ha sobrado discreción. En público me trata como si fuera su hija". Las visitas nocturnas de Tiber Septim se efectuaban a través de un pasadizo secreto que solamente unos pocos conocían en palacio: él mismo y unos cuantos guardaespaldas de confianza.

"Se le cae la baba contigo. ¿No te has dado cuenta de la frialdad con la que te tratan la emperatriz y su hijo?"

Barenziah se encogió de hombros. Antes incluso de que ella y Septim fueran amantes, el trato con su familia era de una cortesía mínima. "¿Y qué importa? Es Tiber quien manda".

"Pero es su hijo quien gobernará. Te pido que no expongas a su madre al escarnio público".

"¿Y yo qué le hago si la seca de su mujer no logra que su marido la escuche ni siquiera durante la cena?"

"No dejes que hablen de ti, es lo único que te pido. Ella pinta bien poco, es cierto, pero sus hijos la quieren y no te conviene tenerlos de enemigos. Tiber Septim no vivirá mucho, porque", Drelliane se corrigió en un visto y no visto ante el gesto de enfado de Barenziah, "los humanos viven muy poco. Como decimos los de las razas de los antiguos, son efímeros. Van y vienen como las estaciones del año, pero las familias de los poderosos perviven cierto tiempo. Deberás hacerte amiga de ellos si quieres sacar provecho. Ah, ¡pero cómo hacer que te des cuenta de las cosas, tú que eres tan joven y que te has criado entre humanos! Si obras con tiento y sabiduría, tú y El Duelo veréis el final de la dinastía Septim, si es que realmente se ha fundado, del mismo modo que has visto su apogeo. La historia de los humanos tiene estos vaivenes, como la tornadiza marea. Sus ciudades y dominios brotan como las flores en primavera para marchitarse y morir al sol del estío. Pero los elfos permanecen, lo que para ellos es un año para nosotros es una hora, y una de nuestras décadas es un día en sus vidas".

Barenziah se rio. Sabía que circulaban rumores sobre ella y Tiber Septim. Disfrutaba de la atención que se le dispensaba, pues a todos cautivaba, salvo a la emperatriz y a su hijo. Los trovadores cantaban a su oscura belleza y sus encantadoras maneras. Estaba de moda, y enamorada... ¿Y qué si era temporal? ¿Acaso no lo era todo? Por primera vez desde que podía recordar, era feliz: sus días estaban repletos de gozo y placer, y las noches eran incluso mejores.

"¿Qué me pasa?", se lamentaba Barenziah. "Mira, se me han quedado estrechas las faldas. ¿Qué pasa con mi cintura? ¿Estaré engordando?". Barenziah se miraba disgustada al espejo: tenía los brazos y las piernas delgadas, y la cintura, sin duda más gruesa.

Drelliane se encogió de hombros. "Se diría que estás encinta, con lo joven que eres. De tanto emparejarte con humanos se te ha adelantado la fertilidad. No te queda más remedio que hablar con el emperador. Estás en sus manos. Creo que lo mejor será que te vayas directamente a El Duelo, si así lo consiente, para que alumbres allí".

"¿Sola?" Barenziah, con los ojos llorosos, se puso las manos en el vientre hinchado. Toda ella ansiaba compartir el fruto de su amor con su amante. "Jamás lo consentirá. Ya verás como no dejará que me marche ahora".

Drelliane asintió. Aunque no añadió nada más, su habitual desprecio y frialdad habían dado paso a la compasión y el pesar.

Aquella noche, Barenziah se lo contó a Tiber Septim cuando vino a verla para su habitual cita.

"¿Encinta?" Parecía conmocionado, o mejor dicho asombrado. "¿Estás segura? Pero si los elfos no tienen hijos tan pronto".

Barenziah sonrió forzadamente. "¿Cómo podemos asegurarnos? Yo nunca..."

"Llamaré a mi curandero".

El curandero, un alto elfo de mediana edad, confirmó el embarazo de Barenziah. Era la primera vez que tal cosa acontecía, lo que demostraba la potencia de Su Excelencia, dijo el curandero con tono lisonjero. Tiber Septim se enfadó con él.

"¡Esto no puede ser!", dijo. "Te ordeno que lo interrumpas".

"Señor", dijo el curandero boquiabierto. "No puedo, no me está permitido".

"Claro que puedes, adulador incompetente", le soltó el emperador. "Es mi deseo manifiesto que lo hagas".

Barenziah, que había permanecido en la cama, callada y con los ojos bien abiertos del miedo, se incorporó. "¡No!", gritó. "¡No! ¿Qué estás diciendo?"

"Muchacha", Tiber Septim se sentó junta a ella, con una de sus encantadoras sonrisas. "De verdad que lo siento, pero no puede ser. Ese hijo podría ser un riesgo para mi hijo y sus hijos. No puedo ser más claro".

"¡Pero si el hijo es de los dos!", replicó entre llantos.

"No, por mucho que tan solo sea una posibilidad, un futurible, sin alma ni vida propia, no dejaré que suceda. Lo prohíbo". Volvió a mirar duramente al curandero y el elfo se echó a temblar.

"Señor, es su madre. Los elfos no tienen muchos hijos: como mucho, una elfa puede tener cuatro, y eso en casos excepcionales. Lo normal es que tengan dos. Algunas solo tienen uno y hay quienes jamás dan a luz. Si abortase, quizás no vuelva a tener descendencia".

"Me prometiste que no podría tener hijos míos. Poca fe me queda en tus pronósticos".

Barenziah salió desnuda de la cama y corrió hacia la puerta sin saber adónde iba. Tan solo sabía que no podía quedarse, mas no llegó a salir de la habitación, pues las tinieblas se apoderaron de ella.

Se despertó dolorida y con un sentimiento de vacío. Donde antes había una presencia viva, ahora no quedaba nada. Se había ido. Drelliane estaba a su lado para paliar su dolor y limpiarle la sangre que aún le caía por las piernas. Pero nada podía llenar ni reemplazar ese vacío.

El emperador mandó unos fabulosos presentes y unos arreglos florales inmensos, y la visitaba brevemente, siempre bien acompañado. Al principio, Barenziah recibía estas visitas de buen grado. Pero Tiber Septim dejó de frecuentarla por las noches y, después de un tiempo, ella tampoco deseaba que viniera.

Pasaron algunas semanas y, cuando estuvo plenamente recuperada, Drelliane le informó que Symmaco había solicitado por escrito que regresara a El Duelo antes de lo previsto. Anunciaron su inmediata partida.

La esperaba una abultada comitiva, un amplio ajuar propio de una reina y una impresionante y compleja ceremonia de despedida a las puertas de la Ciudad Imperial. Algunos sintieron que partiera y lo demostraron entre llantos y lamentos, mas otros nada demostraron y nada lamentaron.

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