Elder Scrolls
Advertisement

H lettere perdido todo cuanto tenía", pensaba Barenziah con desaliento mientras observaba a los caballeros que la escoltaban y a sus doncellas, que iban en otro carruaje. "Con todo, he obtenido riqueza y poder, y la promesa de que habrá más. Y bien caro que me ha costado. Ahora entiendo la querencia de Tiber Septim por estos bienes si tanto ha tenido que pagar, pues seguramente su valía se mide por el precio que pagamos". Por deseo expreso, montaba una reluciente yegua ruana y vestía cual guerrero con cota de malla de factura élfica.

Los días pasaban lentamente, la comitiva avanzaba por la sinuosa carretera camino a poniente y a su alrededor se alzaban las pronunciadas pendientes montañosas de Morrowind. El aire era puro y el frío viento de finales de otoño no cesaba de soplar, transportando el aroma intenso y dulzón de la rosa negra, flor tardía y típica de Morrowind, que crece en todo recoveco y grieta sombría de sus montañas y que se nutre incluso en los bordes y crestas más rocosos. En las aldeas y ciudades pequeñas, harapientos elfos oscuros se agolpaban en los caminos para jalearla o simplemente para observar. La mayoría de su escolta estaba compuesta por guardias rojos, con algunos altos elfos, nórdicos y bretones. Conforme se adentraban en Morrowind, parecían más incómodos y se organizaban en formación defensiva. Incluso los caballeros elfos parecían más cautelosos.

Sin embargo, Barenziah se sentía al fin en casa, acogida en esa tierra que era la suya.



S letterymmaco la recibió en la frontera de El Duelo con una escolta de caballeros, de los que la mitad eran elfos oscuros. Observó que venía ataviado con el traje imperial de batalla.

Se celebró un magnífico desfile a la entrada de la ciudad, con discursos de bienvenida de los máximos dignatarios.

"Te he hecho acondicionar los aposentos de la reina", dijo el general al llegar a palacio. "Pero, por supuesto, puedes cambiar cualquier cosa que no te guste". Continuó con los detalles de la coronación, que habría de celebrarse en una semana. Seguía tan autoritario como siempre, aunque percibió algo más. Parecía ansioso por tener su aprobación en los trámites y, de hecho, la buscaba. Toda una novedad, pues era la primera vez que requería sus alabanzas.

Nada le preguntó sobre su estancia en la Ciudad Imperial, ni de su relación con Tiber Septim, aunque Barenziah estaba segura de que Drelliane se lo había contado, o de que ya le habría escrito para contarle los detalles.

La ceremonia misma, como tantas otras cosas, fue una mezcla de lo viejo y de lo nuevo: había elementos de la antigua tradición de los elfos oscuros de El Duelo, y otros aspectos venían impuestos por decreto imperial. Juró servir al Imperio y a Tiber Septim, así como a El Duelo y sus gentes. Aceptó los juramentos de fidelidad y adhesión del pueblo, los nobles y el consejo. Este último estaba compuesto por emisarios imperiales ("consejeros" los llamaban) y representantes nativos de El Duelo, que eran sobre todo ancianos conforme a la costumbre élfica.

Más adelante, Barenziah dedicaría incontables horas a reconciliar a estas dos facciones y sus amigos. De los ancianos se esperaba la mayor reconciliación en vista de las reformas introducidas por el Imperio relativas a la propiedad de la tierra y la agricultura de superficie. Pero la mayoría de estos cambios iban contra la tradición de los elfos oscuros. Tiber Septim, "en nombre del Único", implantó nuevas tradiciones, que hasta los mismos dioses y diosas habrían de respetar.

La nueva reina se dedicó de lleno a su labor de gobierno y a sus estudios. Había tenido amor y hombres para rato, si no para siempre. Como pudo averiguar, en la vida había esos otros placeres que ya le anticipó Symmaco: los que reportan el espíritu y el poder. Demostró (sorprendentemente, pues siempre se rebeló contra sus mentores en la Ciudad Imperial), un profundo interés por la historia y la mitología de los elfos oscuros, y una gran sed de conocimiento del pueblo del que venía. Descubrió con agrado que, desde la noche de los tiempos, la suya había sido una nación guerrera y orgullosa, de diestros artesanos y hábiles magos.

Tiber Septim vivió medio siglo más, y durante ese tiempo, ambos se vieron en varias ocasiones, cuando la convocaban a la Ciudad Imperial por una u otra razón de estado. La recibía afectuosamente, e incluso tenían largas conversaciones sobre lo que pasaba en el Imperio cuando la ocasión lo permitía. Parecía haber olvidado del todo esa relación que antaño hubo y que iba más allá de la simple amistad y la estrecha colaboración política del presente. Poco había cambiado con los años. Se rumoreaba que sus magos habían desarrollado hechizos para alargar su vitalidad, y que incluso el Único le había concedido el don de la inmortalidad. Un buen día, un mensajero vino con la nueva de que Tiber Septim había muerto y de que su nieto Pelagio era el nuevo emperador.

Barenziah recibió la noticia en privado, junto a Symmaco. El que fuera general imperial y ahora primer ministro de confianza reaccionó estoicamente, como solía hacer siempre.

"Me parece increíble", dijo Barenziah.

"Ya te dije que los humanos tenían una vida corta. Lo que importa es que su poder permanece y es su descendiente quien ahora lo ejerce".

"Era amigo tuyo. ¿No sientes nada? ¿No sientes pena?"

Symmaco se encogió de hombros. "Hubo una época en la que para ti era algo más. ¿Cómo te sientes, Barenziah?". Hacía tiempo que en privado ya no se trataban por sus títulos.

"Vacía y sola," dijo, y también se encogió de hombros. "Es lo único que cambia."

"Ya me imagino", dijo él delicadamente, cogiéndole la mano. "Barenziah..." Le giró la cara y la besó.

El gesto la llenó de asombro. No recordaba que la hubiera tocado antes, y no pensaba en él de esa manera, pero no podía negar que un viejo ardor familiar le recorrió todo el cuerpo, un ardor placentero que ya había olvidado. No era esa quemazón abrasadora que sentía con Tiber Septim, sino el reconfortante e intenso calor que, de algún modo, relacionaba con Straw. Straw, pobre Straw. Hacía tanto que no lo recordaba. A estas alturas, debía ser de mediana edad, si es que aún estaba vivo. Quizás ya tendría más de diez hijos, pensó afectuosamente y una alegre esposa que ojalá hablase por dos.

"Cásate conmigo, Barenziah," dijo Symmaco, que pareció adivinar que estaba pensando en bodas, hijos y esposas. "He trabajado mucho y esperado lo suficiente."

El matrimonio. Un campesino con aspiraciones propias de campesino. La idea se presentó, clara y espontáneamente. ¿No había pensado lo mismo para describir a Straw, tanto tiempo ha? ¿Y por qué no? Y si no era con Symmaco, ¿con quién?

La mayoría de las grandes familias nobles de Morrowind habían sido destruidas durante la gran guerra de unificación de Tiber Septim, antes del tratado. Los elfos oscuros regían de nuevo sus propios destinos, pero la auténtica nobleza era cosa del pasado. Los nuevos aristócratas eran advenedizos como Symmaco, pero no podían compararse a él ni en calidad ni en méritos. Luchó para mantener El Duelo unido y, si no hubiera sido por él, supuestos consejeros habrían recogido sus despojos y los habrían vendido como pasó con Corazón de Ébano. Había luchado por El Duelo y por ella, mientras ella y el reino crecían y alcanzaban su esplendor. Sintió una súbita gratitud y, sin duda, afecto. Symmaco era perseverante y fiable, había estado a su servicio y, además, la quería.

"¿Por qué no?", respondió sonriendo, le cogió la mano y lo besó.



L lettera unión fue fructífera, tanto en lo político como en los aspectos personales. Si bien el nieto de Tiber Septim y emperador Pelagio I sentía envidia de ella, su confianza en la amiga de su antecesor era absoluta.

Symmaco, sin embargo, despertaba suspicacias entre las gentes más obstinadas de Morrowind, reacias a aceptar su origen rural y sus estrechos lazos con el Imperio. Pero la reina contaba con el afecto incondicional del pueblo. "Barenziah es una de los nuestros", decían. "Estaba presa como nosotros".

Barenziah estaba satisfecha. Había trabajo y diversión, ¿qué más puede pedirle uno a la vida?

Pasaron los años rápidamente, con crisis que había que superar, tormentas y hambrunas que afrontar, conspiraciones que batir y traidores a los que ejecutar. El Duelo no dejaba de prosperar. Su gente estaba segura y bien alimentada, y sus minas y granjas eran productivas. Todo iba bien, salvo que el matrimonio real aún seguía sin descendencia. Los hijos de los elfos se hacen esperar, y los de los nobles, más que los del resto. Pasaron décadas antes de que comenzaran a preocuparse.

"Yo tengo la culpa, Symmaco. Me eché a perder", dijo Barenziah con amargura. "Si quieres tomar a otra..."

"No quiero a otra", dijo Symmaco con delicadeza. "Ni tengo tan claro que la culpa la tengas tú. Quizá la tenga yo, pero, sea lo que sea, buscaremos la cura. Si ha habido algún daño, seguramente podrá sanarse".

"¿Cómo? ¿Si no nos atrevemos a confiar a nadie el relato real de las cosas? Los juramentos de los curanderos no siempre se cumplen".

"No importa si modificamos ligeramente el tiempo y las circunstancias. Digamos lo que digamos o dejemos de decir, Jephre el Narrador nunca descansa. La inventiva y la lengua ágil de los dioses no tardan en propagar chismes y rumores".

Los sacerdotes, curanderos y magos iban y venían, pero sus rezos, pociones y filtros no traían promesa ni fruto alguno. Al final, se desentendían y lo dejaban en manos de los dioses. Aún eran jóvenes, como son los elfos, con siglos de vida por delante. Había tiempo, porque los elfos siempre tienen tiempo. Barenziah, aburrida e inquieta, estaba cenando en el gran salón, mareando la comida en el plato. Symmaco no estaba, pues lo había convocado a la Ciudad Imperial el tataratataranieto de Tiber Septim, Uriel Septim. ¿O era su tataratataratataranieto? Ya había perdido la cuenta. El recuerdo de sus rostros parecía confundirse. Quizás debía haberle acompañado, pero había una delegación de Tear que venía a abordar un aburrido asunto que no obstante requería especial delicadeza.

Un bardo cantaba en un rincón del salón, sin que Barenziah le prestase atención. Todas las canciones le parecían iguales, daba lo mismo si eran nuevas o antiguas. Entonces se fijó en un verso. Cantaba a la libertad, a las aventuras, a la liberación del yugo que sometía a Morrowind. ¡Cómo se atrevía! Barenziah se incorporó y le miró directamente. Es más, se dio cuenta de que aquel cantar narraba una guerra antigua y olvidada con los nórdicos de Skyrim, en el que se elogiaba el valor de los reyes Edward y Moraelyn y el de sus bravos compañeros. El relato era muy antiguo, sin duda, pero la canción sonaba actual y Barenziah no tenía muy claro su significado.

El bardo era un poeta audaz con una voz apasionada y buen oído. Algo apuesto también y con un toque canalla. No parecía sobrado de dinero, ni tampoco demasiado joven. Seguro que no tenía menos de cien años. ¿Por qué no le había oído antes, o por lo menos oído hablar de él?

"¿Quién es?", inquirió a una camarera.

La mujer se encogió de hombros. "Se hace llamar "el Ruiseñor", milady. Nadie sabe nada de él". "Dile que venga a hablar conmigo cuando acabe".

El que se hacía llamar "Ruiseñor" acudió ante ella, le agradeció el honor que se le concedía con dicha audiencia real y la repleta faltriquera con que la reina le obsequió. La reina observó que sus maneras no eran tan audaces, sino más bien tranquilas y discretas. Poco le costó contar rumores sobre otros, pero no logró aprender nada de él, pues desviaba la atención con respuestas jocosas o relatos picarescos, mas replicaba con tal gracia que era imposible ofenderse con él.

"¿Que cómo me llamo de verdad? Milady, yo no soy nadie. A ver, si mis padres me pusieron Don Nadie o Cero a la Izquierda, ¿es que importa? Pues no, no importa. ¿Cómo van los padres a ponerle nombre a quien aún no conocen? ¡Ah! Me parece que me llamaba Noconocen. Tanto hace que soy el Ruiseñor que ya no me acuerdo, desde el mes pasado o... ¿fue la semana pasada? Si es que, entre tonadas y cuentos, se me va toda la memoria, milady, y apenas me queda algo para mí mismo. La verdad es que soy bastante aburrido. ¿Que dónde nací? Pues en Conoceyr. Algún día dejaré de vagar por este vaga-mundo, pero no tengo ninguna prisa".

"Ya veo. ¿Y entonces te casarás con Mosquita Muerta?"

"Muy aguda, milady. Quizás, aunque Consuelo Fugaz es a veces encantadora".

"Eres tornadizo".

"Como el viento, milady. Soplo aquí y allá, cálido o gélido según convenga, y la conveniencia es mi coartada. Nada me conviene más".

Barenziah sonrió. "Quédate un rato más, mi señor".

"Como desees, mi señora".



D letterespués del breve encuentro, Barenziah vio cómo volvía a sentir la chispa de la vida. Todo lo que hasta ahora parecía anticuado, ahora era nuevo y fresco. Despertaba cada día entusiasmada y ansiaba conversar con el Ruiseñor y escuchar sus canciones. A diferencia de otros bardos, nunca la alabó, ni a ella ni a otras mujeres, sino que narraba arriesgadas aventuras y gestas audaces.

Cuando le preguntaba por él, respondía: "¿Qué mayor alabanza a tu belleza puedes esperar, milady, que el reflejo de tu propio espejo? Y si palabras necesitas, tienes las de los más grandes, las de aquellos que me superan en madurez, pues ¿cómo competir con ellos, yo que nací la semana pasada?"

Por fin hablaban en privado. La reina, incapaz de dormir, lo había llamado a su habitación para encontrar solaz en su música. "Eres perezoso y cobarde; voy a tener que ir perdiéndote afecto".

"Milady, para elogiarte debo conocerte. Jamás llegaré a conocerte. Eres todo un misterio oculto tras nubes de encantamiento". "No, no tanto. Son tus palabras las que encantan. Tus palabras... y tus ojos. Y tu cuerpo. Conóceme si quieres y si te atreves".

Entonces se acercó a ella y, recostados, se besaron y abrazaron. "Ni siquiera Barenziah conoce bien a Barenziah", susurró suavemente. "¿Cómo voy yo a conocerla? Milady, va buscando sin saberlo y sin saber qué. ¿Qué quiere tener que no tiene?"

"Pasión", contestó la reina. "Pasión y los hijos surgidos de esa pasión".

"Y para tus hijos, ¿qué anhelas? ¿Qué derechos de nacimiento les corresponderían?"

"La libertad", dijo, "la libertad de ser lo que hayan de ser. Dime, tú que eres el más sabio a mis ojos y mis oídos y el alma que los une. ¿Dónde encontrar tales cosas?"

"Una yace a tu lado y la otra, debajo de ti. ¿Pero te atreverías a extender la mano, a buscar directamente lo que podría ser tuyo y de tus hijos?"

"Symmaco..."

"En mi persona se oculta la respuesta a parte de lo que buscas. La otra yace oculta bajo nosotros, en las mismísimas minas del reino, y es la que nos permitirá cumplir nuestros sueños. Como el de Edward y Moraelyn, que liberaron Roca Alta y sus espíritus del abyecto yugo nórdico. Si se utiliza adecuadamente, milady, nada podrá hacerte frente, ni siquiera el poder que domina el emperador. ¿Libertad, dices? Barenziah, te dará libertad de las cadenas que te atan. Piénsalo, milady". La besó de nuevo, levemente y se retiró.

"¿Te marchas...?", gritó ella. Su cuerpo lo ansiaba.

"Por el momento, sí", dijo. "Los placeres carnales no son nada en comparación con lo que podemos lograr juntos. Piensa en lo que acabo de decir".

"No tengo que pensar. ¿Qué tenemos que hacer? ¿Qué preparativos hay que emprender?"

"Ninguno: es cierto que a las minas no se accede públicamente, pero con la reina de mi parte, ¿quién se interpondrá? Una vez allá abajo puedo guiarte hasta donde se encuentra el objeto de nuestra búsqueda y sacarlo del lugar en el que reposa".

El recuerdo de sus infinitas horas de estudio hizo cuadrar las cosas. "El Cuerno de la invocación," susurró atemorizada. "¿Será verdad? ¿Es posible...? ¿Y cómo lo sabes? He leído que está enterrado bajo las inmensas cavernas de Salto de la Daga".

"Mucho he estudiado al respecto. Antes de morir, el rey Edward le dio el Cuerno a su viejo amigo el rey Moraelyn para que velase por él. Este lo guardó en secreto en El Duelo, bajo la tutela del dios Ephen, que tiene aquí su lugar de nacimiento y sus dominios. Ahora ya sabes lo que tantos años y kilómetros me ha costado descubrir". "¿Y qué pasa con el dios Ephen?"

"Confía en mí, milady. Todo saldrá bien". Le lanzó un beso al aire y se fue, mientras reía suavemente.



A letterl día siguiente, dejaron atrás a los guardas apostados en los portones que llevaban a las minas y aún más abajo. Bajo la apariencia de una inspección, Barenziah, acompañada únicamente por el Ruiseñor, se aventuró de una caverna a otra. Al final llegaron a lo que parecía un umbral sellado, y al entrar se encontraron con que llevaba a una parte antigua y en desuso de las minas. El camino era peligroso, pues algunos viejos pilares se habían derrumbado, y tuvieron que despejar el paso de escombros o sortear montones de cascotes. Fieras ratas y arañas enormes merodeaban por doquier y a veces atacaban. Pero nada pudo con los hechizos de proyectil ígneo de Barenziah ni con la veloz daga del Ruiseñor.

"Llevamos recorrido un buen trecho", dijo Barenziah finalmente. "Nos estarán buscando. ¿Qué voy a decirles?"

"Lo que quieras", dijo riendo el Ruiseñor. "¿Acaso no eres la reina?"

"Lord Symmaco..."

"Ese campesino obedecerá a quienquiera que mande. Siempre lo ha hecho y no va a dejar de hacerlo ahora. El poder lo ostentaremos nosotros, milady". Sus labios tenían el sabor del más dulce de los vinos, y su tacto era de fuego y hielo a la vez.

"Hazme tuya aquí mismo. Estoy lista", dijo Barenziah. Su cuerpo vacilaba, con todos los nervios y músculos en tensión.

"Todavía no: ni podemos hacerlo aquí, ni así", dijo señalando los escombros polvorientos y las oscuras paredes rocosas. "Espera un poco más". Renuente, Barenziah asintió y prosiguieron su marcha.

"Aquí", dijo él al fin, deteniéndose brevemente ante una barrera sin indicaciones. "Aquí está". Arañó una runa polvorienta, mientras que con la otra mano realizaba un encantamiento.

La pared se fundió, dejando a la vista la entrada a una antigua capilla. En medio, sobre un yunque adamantino, estaba la estatua de un dios que sujetaba un martillo en la mano.

"¡Ephen, yo te invoco por mi sangre!", gritó el Ruiseñor. "Soy el heredero de Moraelyn de Corazón de Ébano, el último de la estirpe real, y llevo tu sangre en mis venas. ¡En estos tiempos de tribulaciones para Morrowind, cuando todos los elfos corren peligro en cuerpo y alma, dame el premio que atesoras! ¡Golpea, te lo ruego!"

Al concluir su invocación, la estatua brilló intensamente y se agitó, y los ojos en blanco, antes de piedra, se tornaron de un rojo brillante. Inclinó la inmensa cabeza y, tan violento fue el martillazo sobre el yunque, que lo partió con un clamoroso estruendo y desmenuzó al mismísimo dios pétreo. Barenziah se tapó los oídos y se agachó, temblando de la cabeza a los pies y gimiendo ruidosamente.

A grandes pasos, el Ruiseñor se adelantó osadamente y se hizo con el objeto que yacía entre los escombros, que levantó entre gritos de emoción.

"¡Alguien viene!", avisó Barenziah, que se acababa de dar cuenta de que su compañero alzaba su trofeo. "Espera, ¡eso no es el Cuerno, es un báculo!"

"Por supuesto, milady. ¡Al final te has dado cuenta!", dijo riendo sonoramente. "Lo siento, mi dulce señora, pero he de dejarte. Quizá nos volvamos a ver algún día. Hasta entonces... Ah, Symmaco", dijo dirigiéndose a la figura ataviada con una cota de malla que acababa de hacer acto de presencia tras ellos. "Es toda suya. Ya te la puedes quedar".

"¡No!", gritó Barenziah. Saltó y corrió hacia él, pero ya se había ido. Desapareció en un instante, justo en el momento en que Symmaco, espada en mano, lo alcanzaba, pero su hoja solo dio un golpe al aire. Después se quedó allí de pie, como si hubiera ocupado el puesto del dios de piedra.

Barenziah se sumió en el silencio: no oía... no veía... no sentía...



S letterymmaco contó a los cinco o seis elfos que le habían acompañado que el Ruiseñor y la reina Barenziah se habían perdido por el camino y que habían sido atacados por arañas gigantes. El Ruiseñor perdió el equilibrio y cayó por una profunda grieta, que se cerró sobre él y que hacía imposible recuperar su cadáver. El lance había conmovido gravemente a la reina, que lamentaba profundamente la pérdida de su amigo, que había muerto en su defensa. Tal era el ánimo y capacidad de mando de Symmaco, que los atónitos caballeros estaban convencidos de que todo fue tal y como él lo contó, pues apenas habían visto lo ocurrido.

Escoltaron a la reina de vuelta al palacio y la condujeron a sus aposentos, donde dio orden de retirarse a sus sirvientes. Se sentó ante el espejo, aturdida, un buen rato, y tan consternada que era incapaz de llorar. Symmaco la miraba a sus espaldas.

"¿Tienes idea de lo que acabas de hacer?", dijo finalmente, en un tono tajante y frío.

"Debiste decírmelo", susurró Barenziah. "¡El Báculo del caos! Ni en sueños se me habría ocurrido que estaba aquí. Dijo... dijo...", un gemido lastimero se le escapó de los labios y se dobló de desesperación. "Pero, ¿qué es lo que he hecho? ¿Qué pasará ahora? ¿Qué será de mí? ¿De nosotros?"

"¿Lo amabas?"

"Sí. ¡Sí, sí, sí! Oh, Symmaco, que los dioses se apiaden de mí, pero yo lo amaba, lo quería. Pero ahora no sé, no estoy segura, yo..."

Las duras facciones de Symmaco se suavizaron levemente y sus ojos brillaron con una nueva luz. Suspiró. "Vaya, al menos es algo. Haré todo cuanto esté en mi mano para que seas madre. Por lo demás, Barenziah, mi queridísima Barenziah, has desatado una auténtica tormenta. Aún tardará en llegar, pero cuando lo haga, resistiremos su envite juntos. Como hemos hecho siempre".

Entonces se acercó a ella, la desvistió y la llevó a la cama. De pura pena y anhelo, su debilitado cuerpo respondió a sus músculos como nunca antes, entregándole toda la pasión que el Ruiseñor había despertado en ella. Y de esta forma calmó a los inquietos fantasmas de todo lo que él había destruido.



E letterstaba vacía y se sentía vacía. Y entonces la llenaron, pues engendró un hijo. Conforme su hijo crecía, también lo hicieron sus sentimientos hacia el paciente, fiel y atento Symmaco, alimentados por una larga amistad y un cariño continuado, que maduraron finalmente para dar paso al verdadero amor. Ocho años después recibieron la bendición de otra hija.



Y letterusto después de robar el Ruiseñor el Báculo del caos, Symmaco envió unas misivas secretas y urgentes a Uriel Septim. En esta ocasión prefirió no ir en persona, como hacía normalmente, pues decidió permanecer junto a Barenziah durante su período fértil para engendrar un hijo con ella. Por ello y por el hurto, padeció por un tiempo la desaprobación de Uriel Septim, además de injustas suspicacias. Enviaron espías en busca del ladrón, pero el Ruiseñor parecía haber desaparecido del lugar del que vino, dondequiera que fuera.

"Quizá sea medio elfo oscuro", dijo Barenziah, "pero creo que oculta también una parte humana. De lo contrario no tendría que habérseme adelantado la fertilidad".

"Seguro que es medio elfo oscuro, y que además proviene del antiguo linaje de Ra'athim. De lo contrario no habría podido rescatar el Báculo", explicó Symmaco. Se dio la vuelta para mirarla fijamente. "No creo que se hubiera acostado contigo. Como elfo no se habría atrevido, porque entonces no habría podido dejarte", sonrió, pero a continuación volvió a ponerse serio. "Sabía dónde estaba el Báculo, no el Cuerno, y ahora lo trasladará a un lugar seguro. El Báculo no es un arma que llame la atención, a diferencia del Cuerno. ¡Demos gracias a los dioses de que no tiene el Cuerno! Parece que todo ha salido como esperaba, ¿pero cómo lo logró? Yo mismo me encargué de depositar el Báculo allí mismo, con ayuda de los últimos descendientes del clan de Ra'athim, a los que a modo de recompensa asigné un trono y el castillo de Corazón de Ébano. Tiber Septim pidió el Cuerno, pero dejó el Báculo a buen recaudo. Ahora el Ruiseñor lo usará para sembrar la inquina dondequiera que vaya, si así lo desea. Pero aun así no podrá hacerse con el poder. Es el Cuerno y la destreza en su uso lo que se lo daría". "No estoy tan segura de que sea el poder lo que busca el Ruiseñor", dijo Barenziah.

"Todos quieren el poder", dijo Symmaco. "Cada uno a su manera".

"Yo no", contestó la reina. "Pues yo, milord, he encontrado lo que andaba buscando".
Advertisement