Localización[]
Daggerfall[]
Morrowind[]
Oblivion[]
Skyrim[]
- Escondite del Cuchillo Perdido, en una estantería justo antes de las jaulas.
- Bastión del Brillo Tenue, dos copias en las estanterías de la sala con la Llama del Atronach.
- Guardia Brumosa, Torre Este, en un estante a la derecha de la entrada.
Contenido[]
Como predijo Symmaco, el robo del Báculo del caos tuvo pocas consecuencias a corto plazo. El emperador del momento, Uriel Septim, envió algunos mensajes bastante crudos expresando sorpresa y descontento por la desaparición del objeto, e instando a Symmaco a hacer todo lo posible por localizarlo y comunicar sus avances al nuevo mago guerrero imperial, Jagar Tharn, en cuyas manos dejaba el asunto.
"¡Tharn!", Symmaco explotó disgustado y frustrado, mientras recorría la pequeña sala donde Barenziah, embarazada ya de unos meses, se sentaba serena y bordaba una manta de bebé. "Jagar Tharn, entiendo. ¡Oh! Yo no le daría instrucciones sobre cómo cruzar la calle, ni aunque fuera un borracho ciego, viejo y senil".
"¿Qué tienes en su contra, cariño?"
"Simplemente, no me fío de ese elfo híbrido. Es una parte elfo oscuro, otra alto elfo, y otra, a saber qué. Estoy seguro de que posee todas las peores cualidades de esa mezcla de sangres", resopló. "Nadie sabe mucho sobre él. Dice que nació en el sur de Bosque Valen, que su madre era una elfa del bosque. Parece que ha estado en todas partes desde..."
Barenziah, sumida en el conformismo y la lasitud de su embarazo, se había limitado hasta ahora a bromear con Symmaco. Pero, de repente, soltó su labor de costura y lo miró. Algo había despertado su interés. "Symmaco. ¿Es posible que ese tal Jagar Tharn sea el Ruiseñor disfrazado?"
Symmaco reflexionó antes de responder. "No, querida. La sangre humana parece ser el único componente ausente en el árbol genealógico de Tharn". Para Symmaco, eso era un defecto, y Barenziah lo sabía. Su esposo despreciaba a los elfos del bosque por considerarlos ladrones vagos, y a los altos elfos por ser intelectuales decadentes. Pero admiraba a los humanos, especialmente a los bretones, por su combinación de pragmatismo, inteligencia y energía. "El Ruiseñor de Corazón de Ébano, del Clan Ra'athim, Casa Hlaalu, la Casa de Mora en particular. Esa casa ha albergado sangre humana desde sus orígenes. Corazón de Ébano tenía celos porque el báculo se colocó aquí cuando Tiber Septim nos quitó el Cuerno de la invocación".
Barenziah suspiró. La rivalidad entre Corazón de Ébano y El Duelo se remontaba casi a los comienzos de la historia de Morrowind. En el pasado, las dos naciones fueron una sola, y todas las minas productivas las tenían los Ra'athim con poderes feudales, cuya nobleza conservaba el derecho al puesto de rey supremo de Morrowind. Corazón de Ébano se dividió en dos ciudades-estado independientes, Corazón de Ébano y El Duelo, cuando los hijos gemelos de la reina Lian, nietos del legendario rey Moraelyn, fueron nombrados herederos conjuntos. Más o menos en esta época, el puesto de rey supremo quedó vacante en favor de un líder guerrero temporal, que sería nombrado por un consejo en tiempos de emergencia provincial.
Con todo, Corazón de Ébano siguió sintiendo celos de sus prerrogativas como la ciudad-estado más antigua de Morrowind ("la primera entre iguales" era una frase que solían utilizar sus soberanos) y reivindicaba su derecho a la custodia del Báculo del caos en caso de que le fuera confiada a su casa soberana. El Duelo respondió que el mismo rey Moraelyn había dejado el báculo a cargo del dios Ephen, y El Duelo era, indiscutiblemente, el lugar de nacimiento de este dios.
"Entonces, ¿Por qué no le hablas a Jagar Tharn de tus sospechas? Deja que se haga con él. Mientras esté a salvo, ¿qué importa quién lo recupere o dónde se encuentre?"
Symmaco la miró incrédulo. "Importa", dijo suavemente pasados unos momentos, "aunque supongo que no demasiado. La verdad, no lo suficiente como para que sigas preocupándote por ello. Quédate ahí sentada y concéntrate en tu... bordado", y en este momento le sonrió con sorna.
Barenziah le tiró la costura. Le dio a Symmaco de lleno en la cara: aguja, dedal, y todo lo demás.
Pocos meses después, Barenziah dio a luz a un niño sano, al que llamaron Helseth. No se volvió a hablar del Báculo del caos ni del Ruiseñor. Si Corazón de Ébano tenía el objeto en su poder, no iban por ahí alardeando de ello.
Los años transcurrieron rápida y felizmente. Helseth se hizo grande y fuerte, y se parecía mucho a su padre, al que adoraba. Cuando Helseth tenía ocho años, Barenziah dio a luz a un segundo hijo, una niña, que haría las delicias de Symmaco. Helseth era su orgullo, pero la pequeña Morgiah, llamada así en honor a la madre de Symmaco, era dueña de su corazón.
Por desgracia, el nacimiento de Morgiah no fue augurio de tiempos mejores. Las relaciones con el Imperio se fueron deteriorando poco a poco, sin motivo aparente. Los impuestos subían y las cuotas aumentaban cada año. Symmaco pensaba que el emperador sospechaba que él había tenido algo que ver con la desaparición del báculo, y buscó el modo de demostrarle su lealtad haciendo lo imposible por satisfacer sus crecientes demandas. Amplió la jornada laboral y subió las tarifas, e incluso compensó parte de la diferencia con las arcas reales y con sus propiedades. Pero los impuestos se multiplicaron, y tanto los nobles como el pueblo comenzaron a quejarse. Las cosas iban de mal en peor.
"Quiero que cojas a los niños y viajes hasta la Ciudad Imperial", dijo al fin Symmaco, desesperado, una noche después de cenar. "Tienes que hacer que el emperador te escuche, de lo contrario, todo El Duelo se rebelará cuando llegue la primavera". Sonrió con esfuerzo. "Sabes cómo manejar a los hombres, querida. Siempre se te ha dado bien".
Barenziah también le ofreció una sonrisa forzada. "Incluso a ti, supongo".
"Sí. Especialmente a mí", admitió divertido.
"¿Los dos niños?" Barenziah miró hacia una ventana del rincón, donde Helseth tocaba el laúd y canturreaba a dúo con su hermana pequeña. Helseth ya tenía quince años, y Morgiah ocho
"Quizá le ablanden el corazón. Además, ya es hora de que presentemos a Helseth ante la Corte Imperial".
"Tal vez. Pero ese no es el verdadero motivo". Barenziah respiró hondo y dijo lo que pensaba: "No crees que aquí vayan a estar a salvo. Si es así, entonces tú tampoco estás a salvo. Ven con nosotros", le instó.
Él envolvió sus manos con las suyas. "Barenziah. Querida. Amor de mi corazón. Si me marcho ahora, no tendremos nada por lo que regresar. No te preocupes por mí, todo irá bien. Puedo cuidarme solo, y lo haré mejor si no me tengo que preocupar por ti o por los niños".
Barenziah colocó la cabeza en su pecho. "No olvides que te necesitamos. Te necesito. Podemos prescindir de todo mientras nos tengamos el uno al otro. Las manos y estómagos vacíos son más fáciles de soportar que un corazón vacío". Comenzó a llorar, pensando en el Ruiseñor y ese asunto sórdido del báculo. "Mi estupidez nos ha traído hasta aquí."
Le sonrió con ternura. "Si eso es cierto, no es un lugar tan malo". Sus ojos descansaron con indulgencia sobre los niños. "Ninguno de nosotros pasará penurias, ni tendrá carencias. Jamás. Jamás, mi amor, te lo prometo. Yo una vez te lo hice perder todo, Barenziah, yo y Tiber Septim. Sin mi ayuda, el Imperio no habría comenzado. Yo ayudé a levantarlo". Su voz se endureció. "También puedo provocar su caída. Dile eso a Uriel Septim. Eso, y que mi paciencia no es infinita".
Barenziah se quedó boquiabierta. Symmaco no era amigo de vanas amenazas. Nunca habría imaginado que se volvería en contra del Imperio. "¿Cómo?", preguntó sin aliento. Pero él meneó la cabeza.
"Será mejor que no lo sepas," dijo. "Simplemente, dile lo que te acabo de decir si se pone testarudo, y no temas. Es lo bastante Septim como para no culpar al mensajero". Sonrió con tristeza. "Porque si lo hace, si te tocara un solo cabello, amor, o si dañara de algún modo a los niños, que todos los dioses de Tamriel se apiaden de él, pues deseará no haber nacido. Le perseguiré allá donde vaya, a él y a toda su familia. Y no descansaré hasta acabar con el último Septim". Los ojos rojos de elfo oscuro de Symmaco brillaron resplandecientes a la luz del fuego. "Este es mi juramento, amor mío. Mi reina... mi Barenziah".
Barenziah le abrazó, le abrazó todo lo fuerte que pudo, pero a pesar de la calidez de su abrazo, no pudo evitar temblar.
Barenziah permaneció ante el trono del emperador, tratando de explicar los apuros de El Duelo. Había esperado semanas hasta conseguir audiencia con Uriel Septim, tras ser despedida en varias ocasiones con distintos pretextos. "Su Majestad está indispuesta". "Hay un asunto urgente que requiere la atención de su Excelencia". "Lo siento, alteza, debe de haber un error. La cita es para la semana que viene. No, mira..." Y ahora, ni siquiera iba bien. El emperador ni se molestaba en fingir que la estaba escuchando. No la invitaron a sentarse ni había mandado retirarse a los niños. Helseth se quedó quieto como una estatua, pero la pequeña Morgiah empezaba a armar jaleo.
Su estado de ánimo tampoco ayudó. Poco después de la llegada a su residencia, el embajador de El Duelo en la Ciudad Imperial había solicitado la entrada, trayendo consigo un montón de informes de Symmaco. Malas noticias, y abundantes. La revuelta había comenzado. Los campesinos se habían organizado en torno a unos cuantos miembros descontentos de la baja nobleza de El duelo, y pedían que Symmaco se retirara y entregara las riendas del gobierno. Solo la guardia imperial y un puñado de tropas cuyas familias habían servido en la casa de Barenziah durante generaciones, se interpusieron entre Symmaco y la multitud. Las hostilidades ya se habían desencadenado, pero al parecer Symmaco estaba a salvo y todavía conservaba el control. Pero no por mucho tiempo, escribió. Le rogaba a Barenziah que hiciera todo lo posible con el emperador... pero, en cualquier caso, debía permanecer en la Ciudad Imperial hasta que le escribiera para comunicarle que era seguro regresar a casa con los niños.
Ella había intentado penetrar a duras penas a través de la burocracia imperial, pero no tuvo éxito. Y, para aumentar su temor, las noticias de El Duelo se habían detenido de repente. Tambaleándose entre la ira por la burocracia del emperador y el miedo ante lo que el destino les tenía deparados a ella y a su familia, las semanas iban pasando de un modo tenso, agonizante e implacable. Entonces, un día llegó el embajador de El Duelo para comunicarle que, la noche siguiente a más tardar, recibiría noticias de Symmaco, pero no a través de los canales regulares, sino por medio de un halcón. Con el mismo golpe de suerte, ese mismo día un oficial de la corte imperial le comunicó que Uriel Septim había aceptado por fin concederle audiencia al día siguiente.
El emperador los saludó a los tres cuando entraron en la cámara de audiencias con una brillante sonrisa y una bienvenida que, a pesar de todo, no se veía reflejada en sus ojos. Entonces, cuando presentaba a sus hijos, los miró con una atención fija, tan real como inadecuada. Barenziah llevaba más de quinientos años tratando con humanos, y había desarrollado una habilidad para leer sus expresiones y movimientos superior a lo que cualquier humano pudiera percibir. Por mucho que el emperador tratara de ocultarlo, había hambre en sus ojos, hambre... y algo más. ¿Resentimiento? Sí. Resentimiento. Pero, ¿por qué? Tenía varios hijos sanos. ¿Por qué codiciar los suyos? Y, ¿por qué mirarla con un anhelo tan vicioso, por breve que sea? Quizás estaba harto de su consorte. Los humanos eran famosos por su previsible inconstancia. Tras esa larga y ardiente mirada, sus ojos se desviaron cuando ella comenzó a hablar de su misión y del brote de violencia en El Duelo. Él se sentó y permaneció inmóvil durante toda la narración.
Sorprendida por su inercia y muy enfadada, Barenziah miró fijamente ese rostro pálido y esa cara fija, en busca de alguna pista de los Septim que ella había conocido. No conocía bien a Uriel Septim; le vio una vez cuando todavía era un niño, y de nuevo en su coronación veinte años después. Dos veces, eso era todo. Durante la ceremonia, su presencia había sido severa y digna, incluso en su juventud, aunque no gélida y remota como la de este Septim ya maduro. De hecho, a pesar del parecido físico, no parecía ser el mismo hombre. No parecía el mismo, pero había algo en él que a ella le resultaba familiar, más familiar de lo que debería, alguna postura o gesto...
De repente, sintió mucho calor, como si le estuvieran echando lava por encima. ¡Ilusión! Había estudiado las artes de la ilusión desde que el Ruiseñor había conseguido engañarla tanto. Había aprendido a detectarla, y ahora la sentía, con tanta certeza como un ciego puede sentir el sol sobre su rostro. Pero, ¿por qué? Su mente trabajaba con furia, a pesar de que su boca continuaba recitando detalles sobre los problemas de El Duelo. ¿Vanidad? Los humanos se avergonzaban de los signos de envejecimiento en la misma medida en que los elfos se enorgullecían de ellos. Pero, aun así, el rostro de Uriel Septim parecía acorde con su edad.
Barenziah no se atrevió a utilizar su propia magia. Incluso los nobles más insignificantes tenían maneras de detectarla, y a veces también de protegerse de sus efectos. El uso de la hechicería despertaría la ira del emperador, quien sin duda desenvainaría su arma.
Magia.
Ilusión.
De repente, vio la imagen del Ruiseñor. Estaba sentado ante ella. Después, la visión cambió, y era Uriel Septim. Parecía triste. Atrapado. Entonces, la imagen se desvaneció de nuevo, y había otro hombre sentado en su lugar, como el Ruiseñor, pero distinto. Piel pálida, ojos encendidos, orejas de elfo, y con un resplandor de malicia concentrada, un aura de energía mágica, ¡un reflejo horrible y destructor!
Y de repente, se encontró otra vez mirando el rostro de Uriel Septim.
¿Cómo podía estar segura de que no lo estaba imaginando? Quizás su mente le estaba jugando una mala pasada. De repente se sintió muy cansada, como si hubiera estado demasiado tiempo llevando una pesada carga. Decidió abandonar la narración sensata de los problemas de El Duelo, pues claramente no le estaba llevando a ninguna parte, y volvió a recurrir a su gracia. Gracia, pero con un plan oculto.
"Señor, ¿recuerdas que Symmaco y yo cenamos con tu familia poco después de la coronación de tu padre? No eras mayor que la pequeña Morgiah. Para nosotros fue un honor ser los únicos invitados de esa noche, aparte de tu mejor amigo Justin, por supuesto".
"Ah sí", dijo el emperador, sonriendo con cautela. Mucha cautela. "Sí que lo recuerdo".
"Justin y tú erais tan buenos amigos, majestad. Me dijeron que murió poco después. Qué pena tan grande".
"Cierto. Ni siquiera ahora me gusta hablar de él". Los ojos se le quedaron en blanco, aún más que antes, si es que fuera posible. "Respecto a tu interpelación, mi señora, la consideraremos y te informaremos del resultado".
Barenziah se inclinó, y los niños hicieron lo mismo. Un saludo con la cabeza del emperador indicó que se podían marchar, y se retiraron de la presencia imperial
Cuando salieron de la sala del trono, respiró hondo. "Justin", había sido un amigo imaginario, aunque el joven Uriel insistía en que hubiera siempre un lugar para Justin en todas las comidas. Y no solo eso, Justin, a pesar de tener nombre de muchacho, ¡era una chica! Symmaco había seguido con el chiste incluso cuando ya no se sentaba con sus amigos imaginarios: preguntaba por el estado de salud de Justin siempre que él y Uriel Septim se veían, y este le respondía en un tono serio y jocoso. La última vez que Barenziah oyó hablar de Justin, hace varios años, el emperador respondió con una broma elaborada, contándole a Symmaco que acabó conociendo a un joven khajiita aventurero e incorregible, que se casaron y que formaron su hogar en Lilandril, donde criaron helechos de fuego y ajenjo.
¡El hombre que ocupaba el diván del emperador no era Uriel Septim! ¿El Ruiseñor? ¿Podría ser...? Sí. ¡Sí! Le recorrió un escalofrío al reconocer la verdad: Barenziah sabía que estaba en lo cierto. Era él. ¡Sí! ¡El Ruiseñor! ¡Haciéndose pasar por el emperador! Symmaco se había equivocado...
¿Y ahora qué? Se preguntó frenética. ¿Qué había pasado con Uriel Septim? ¿Y qué iba a pasar con ella y con Symmaco, y con todo El Duelo? Al reconsiderar su pasado, Barenziah se dio cuenta de que todos sus problemas venían de este falso emperador, de este Ruiseñor presa del ansia de glamour, o lo que fuera. Debió de ocupar el puesto de Uriel Septim poco antes de que comenzaran las exigencias irracionales sobre El Duelo. Eso explicaría por qué las relaciones se habían estado deteriorando durante tanto tiempo (según la idea humana del tiempo), bastante después de su reprochado encuentro con Tiber Septim. El Ruiseñor conocía la famosa lealtad de Symmaco para con la casa de Septim y sus conocimientos de la misma, por lo que estaba llevando a cabo un ataque defensivo. De ser así, corrían un gran peligro. Ella y los niños estaban en su poder aquí en la Ciudad Imperial, y Symmaco tenía que enfrentarse solo a los problemas que el Ruiseñor había preparado para El Duelo.
¿Qué podía hacer? Barenziah hizo que los niños fueran delante, una mano sobre cada hombro, tratando de mantener la calma, con sus damas de compañía y sus caballeros escoltándoles el paso. Finalmente, llegaron a su carruaje. Aunque sus aposentos estaban a solo unas manzanas del palacio, la dignidad real prohibía viajar a pie, aunque fuera poca distancia y, por primera vez, Barenziah se alegró de esta prohibición. El carruaje era ahora como una especie de refugio, a pesar de saber que la seguridad que ofrecía no era real.
Un muchacho fue corriendo hasta uno de los guardias y le entregó un pergamino, apuntando después hacia el carruaje. El guardia se lo llevó mientras el chico esperaba con ojos como platos. La epístola era breve y cumplida, y se limitaba a solicitar si el rey Eadwyre de Quietud, de la provincia de Roca Alta, podía obtener audiencia con la famosa reina Barenziah de El Duelo, pues había oído hablar mucho de ella y consideraba sería un honor conocerla.
El primer impulso de Barenziah fue negarse. ¡Quería marcharse de la ciudad! No tenía ningún interés en coquetear con un humano encandilado. Miró hacia arriba, frunció el ceño, y uno de los guardias dijo, "Mi señora, el muchacho dice que su señor espera desde allí vuestra respuesta". Miró en la dirección indicada y vio un apuesto hombre mayor montado a caballo, rodeado de media docena de cortesanos y jinetes. La miró e inclinó la cabeza con respeto, quitándose el sombrero emplumado.
"Muy bien," le dijo, por impulso, Barenziah al muchacho. "Dile a tu señor que puede visitarme esta noche, después de la cena". El rey Eadwyre parecía amable y solemne, y bastante preocupado, pero en absoluto la miraba con ojos de amor. Al menos eso era algo, pensó reflexivamente.
Barenziah estuvo esperando junto a la ventana de la torre. Podía presentir una proximidad familiar. Pero, aunque el cielo de la noche le parecía tan claro como el día, no lograba verlo. Entonces, de repente, apareció, un punto que se movía rápidamente debajo de las nubes nocturnas. Pocos minutos después, el gran halcón terminó su descenso encogiendo las alas, y las garras se asieron a la gruesa banda de piel que llevaba en el brazo.
Llevó al pájaro hasta su percha, donde esperó, resollando, mientras sus dedos impacientes buscaban el mensaje que llevaba en la cápsula de la pata. El halcón bebió ansioso del agua hasta que ella hubo terminado, y después erizó las plumas y se pavoneó, seguro ante su presencia. Una parte diminuta de su conciencia compartía la satisfacción del ave por el trabajo bien hecho, la misión cumplida, el merecido descanso... pero estas sensaciones se empañaban por la intranquilidad. Las cosas no iban bien, e incluso su mente de pájaro lo sabía.
Le temblaban los dedos mientras desdoblaba la delgada hoja y estudiaba la escritura apretada. ¡No era la letra de Symmaco! Barenziah se sentó despacio, planchando el documento con los dedos mientras preparaba su cuerpo y su mente para aceptar la tragedia con entereza, si es que se trataba de una tragedia.
Era una tragedia.
La guardia imperial había abandonado a Symmaco y se había unido a los rebeldes. Symmaco estaba muerto. El resto de tropas leales habían sufrido una derrota decisiva. Symmaco estaba muerto. El líder rebelde había sido nombrado rey de El Duelo por los enviados imperiales. Symmaco estaba muerto. Barenziah y los niños habían sido declarados traidores al Imperio y habían puesto precio a su cabeza.
Symmaco estaba muerto.
Así que la audiencia con el emperador de esa misma mañana no había sido nada más que un truco, un ardid. Un engaño. El emperador ya lo sabría. Le estaba siguiendo la corriente, le dijo que no hiciera nada, que se tomara las cosas con calma, que disfrutara de la Ciudad Imperial y de las delicias que ofrecía, que disfrutara de su estancia todo el tiempo que quisiera. ¿De su estancia? Sería mejor decir de su encierro. Su cautiverio. Y, lo más probable, de su arresto inmediato. No se engañaba, sabía bien cuál era su situación. Sabía que el emperador y sus secuaces nunca la dejarían marcharse de la Ciudad Imperial, jamás. Al menos, no con vida.
Symmaco estaba muerto.
"¿Mi señora?"
Barenziah se sobresaltó, asustada con la llegada de la sirvienta. "¿Qué pasa?"
"Ha llegado el bretón, mi señora. El rey Eadwyre," añadió la mujer solícita, al percibir la sorpresa de Barenziah. Dudó un momento. "¿Hay noticias, mi señora?", dijo señalando al halcón.
"Nada que no pueda esperar", dijo Barenziah rápidamente, y su voz parecía retumbar en el vacío que de repente se abrió, como un abismo, en su interior. "Atiende al pájaro". Se levantó, se enderezó la bata y se preparó para atender a su visitante real.
Se sentía paralizada. Paralizada como los muros de piedra que le rodeaban, como la quietud del aire de la noche... paralizada como un cuerpo sin vida.
¡Symmaco estaba muerto!
El rey Eadwyre la saludó con una solemnidad y una cortesía quizá un poco excesivas. Afirmó ser un admirador ferviente de Symmaco, que destacaba como figura prominente en las leyendas de su familia. Gradualmente, fue llevando la conversación hasta los asuntos de su interlocutora con el emperador. Indagó en los detalles, y le preguntó si el desenlace había sido favorable para El Duelo. Al notar su actitud evasiva, gritó de repente: "Mi señora, debes creerme. ¡El hombre que dice ser el emperador es un impostor! Sé que parece una locura, pero yo... "
"No," dijo Barenziah, con repentina decisión. "Tienes toda la razón, mi señor. Lo sé".
Eadwyre se relajó en su asiento por primera vez, sus ojos reflejaban su certeza. "¿Lo sabes? ¿No te estarás burlando de alguien a quien consideras un loco?"
"Te aseguro, mi señor, que no es así". Respiró hondo. "Y, ¿quién piensas que se está haciendo pasar por el emperador?"
"El mago guerrero imperial, Jagar Tharn".
"Ah. Mi señor, ¿por casualidad has oído hablar del Ruiseñor?"
"Sí, mi señora, la verdad es que sí. Mis aliados y yo creemos que es el mismo hombre que el renegado Tharn".
"¡Lo sabía!" Barenziah se levantó y trató de ocultar su agitación. ¡El Ruiseñor, Jagar Tharn! Oh, ¡pero ese hombre era diabólico! Diabólico y pérfido. Y muy astuto. ¡Había planeado su caída de un modo perfecto, intachable! ¡Symmaco, mi Symmaco...!
Eadwyre tosió con inseguridad. "Mi señora, Yo... nosotros... necesitamos tu ayuda".
Barenziah sonrió con ironía. "Creo que soy yo quien debe pronunciar esas palabras. Pero continúa, por favor. ¿En qué puedo ayudarte, mi señor?"
Rápidamente, el monarca explicó el plan. La maga Ria Silmane, aprendiz del vil Jagar Tharn, había sido asesinada y declarada traidora por el falso emperador. No obstante, había conseguido conservar algunos de sus poderes y logró contactar con algunos a quienes conoció bien en el plano mortal. Había elegido a un adalid que se encargaría de encontrar el Báculo del caos, escondido por el hechicero traidor en un lugar desconocido. Este adalid debería utilizar el poder del báculo para destruir a Jagar Tharn, pues solo así podría ser derrotado y rescatar al verdadero emperador, prisionero en otra dimensión. Sin embargo, el adalid, que por suerte seguía con vida, languidecía en las mazmorras imperiales. Había que distraer la atención de Tharn mientras el elegido lograba su libertad con la ayuda del espíritu de Ria. Barenziah se había ganado la atención de los oídos del falso emperador, y también su mirada. ¿Podría distraerlo lo suficiente?
"Supongo que podría volver a solicitar audiencia," dijo Barenziah con cautela. "Pero, ¿Bastará con eso? Debo informarte de que mis hijos y yo acabamos de ser declarados traidores al Imperio".
"Quizá sea así en El Duelo, mi señora, y en Morrowind. Las cosas son diferentes en la Ciudad Imperial y en la Provincia Imperial. El mismo embrollo administrativo que hace que sea prácticamente imposible conseguir una audiencia con el emperador y sus ministros también te garantiza que jamás serás encarcelada sin motivo ni castigada sin disponer del proceso legal correspondiente. En tu caso y el de tus hijos, mi señora, la situación se acentúa aún más por tu condición real. En calidad de reina y herederos, os consideran personas intocables, sacrosantas incluso". El rey sonrió. "La burocracia imperial, mi señora, es un arma de doble filo".
Bueno, al menos los niños y ella estaban a salvo de momento. Entonces, le asaltó un pensamiento: "Mi señor, ¿a qué te referías antes cuando has dicho que me he ganado la atención de la mirada del falso emperador?"
Eadwyre se incomodó. "Los criados murmuraban que Jagar Tharn tiene tu retrato en una especie de santuario en sus aposentos".
"Comprendo". Su mente se trasladó, por un momento, a ese romance demente que tuvo con el Ruiseñor. Había estado locamente enamorada de él. Insensata. Y el hombre al que una vez amó había provocado la muerte del que amaba verdaderamente. Amaba. Pasado. Ya no está, no está... él... Todavía no lograba aceptar el hecho de que Symmaco estuviera muerto. Pero incluso aunque esté muerto, se dijo con firmeza, mi amor está vivo, y sigue presente. Siempre estaría con ella. Igual que su dolor. El dolor de pasar el resto de su vida sin él. El dolor de tratar de sobrevivir cada día, cada noche, sin su presencia, su consuelo, su amor. El dolor de saber que nunca vería a sus hijos convertirse en adultos de bien, que sus hijos no conocerían a su padre, no sabrían de su valor, de su fuerza, de lo maravilloso, lo cariñoso que era... sobre todo, la pequeña Morgiah.
Y por eso, por todo eso, por todo lo que le has hecho a mi familia, Ruiseñor, mereces morir.
"¿Te sorprende?"
Las palabras de Eadwyre interrumpieron sus pensamientos. "¿Qué? ¿Qué me sorprende?"
"Tu retrato. En los aposentos de Tharn".
"Oh". Su rostro no pareció alterarse. "Sí. Y no".
Eadwyre notó por su expresión que quería cambiar de tema. Volvió a abordar la cuestión de sus planes. "El elegido quizá necesite varios días para escapar, mi señora. ¿Puedes ganar un poco más de tiempo?"
"¿Confías en mí en este asunto, mi señor? ¿Por qué?"
"Estamos desesperados, mi señora. No tenemos elección. Pero aunque la tuviéramos, la respuesta es sí. Confío en ti. Tu esposo ha sido bueno con mi familia durante muchos años. Lord Symmaco...
"Ha muerto."
"¿Qué?"
Barenziah narró rápidamente y con frialdad los recientes acontecimientos.
"Mi señora... Mi reina... ¡qué horror! Yo... lo siento mucho..."
Por primera vez, el aplomo gélido de Barenziah se tambaleó. Ante el rostro de la compasión, sintió cómo su calma externa comenzaba a desmoronarse. Recuperó la compostura y trató de sosegarse.
"Teniendo en cuenta las circunstancias, mi señora, no podemos pedirte..."
"No, mi señor. Teniendo en cuenta las circunstancias, debo hacer todo lo que esté en mi mano para vengar el asesinato del padre de mis hijos". Una sola lágrima salió de su impenetrable mirada. La secó con impaciencia. "A cambio, solo te pido que protejas a mis hijos huérfanos".
Eadwyre se levantó. Le brillaban los ojos. "Cumpliré esta promesa de buena gana, valiente y noble reina. Los dioses de nuestra amada tierra, y el mismo Tamriel, son mis testigos".
Sus palabras la conmovieron de un modo absurdo y a la vez profundo. "Te lo agradezco con toda mi alma, con todo mi corazón, rey Eadwyre. Cuentas con mi eterna gratitud y la de mis hij..."
Barenziah se desmayó.
Esa noche no logró conciliar el sueño; se sentó en una silla junto a la cama, con las manos sobre su regazo, pensando largo y tendido, acompañada de la creciente y menguante oscuridad. No se lo contaría a los niños, todavía no, no se lo diría hasta que no fuera necesario.
No necesitó pedir nueva audiencia con el emperador. El alba le trajo una citación.
Les dijo a los niños que se iba a ausentar durante unos días, les instó a que no dieran ningún problema a los sirvientes y les besó al despedirse. Morgiah sollozó un poco; se sentía sola y aburrida en la Ciudad Imperial. Helseth la miró con severidad, pero no dijo nada. Se parecía mucho a su padre. Su padre...
En el palacio imperial, Barenziah fue escoltada no hacia la gran sala de audiencias, sino a un pequeño salón donde el emperador tomaba a solas el desayuno. La saludó con la cabeza y movió la mano hacia la ventana. "Una vista excelente, ¿verdad?"
Barenziah miró hacia afuera, a las torres de la gran ciudad. Entonces se dio cuenta de que era la misma sala en la que vio a Tiber Septim por primera vez hace ya muchos años. Hacía siglos. Tiber Septim. Otro hombre al que había amado. ¿A quién más había amado? Symmaco, Tiber Septim... y Straw. Recordó al chico de las cuadras, grande y rubio, con un cariño intenso y repentino. Hasta ahora no se había dado cuenta, pero había amado a Straw. Aunque nunca se lo había dicho. Era tan joven entonces, en aquellos días desenfadados, días felices... antes de todo... antes de todo esto... antes de... de él. No de Symmaco. Del Ruiseñor. Se sorprendió de sí misma. El hombre todavía influía en ella. Incluso ahora. Incluso después de todo lo que había sucedido. Una fuerte oleada de emociones imprecisas la invadió de repente.
Cuando por fin se dio la vuelta, Uriel Septim había desaparecido... y el Ruiseñor había ocupado su lugar
"Lo sabías," dijo tranquilamente, vigilando la expresión de su cara. "Lo supiste inmediatamente. Quería sorprenderte, podías haber fingido".
Barenziah abrió los brazos, tratando de calmar el torbellino que se agitaba en su interior. "Me temo que mi habilidad para fingir no es tan buena como la tuya, mi señor".
Suspiró. "Estás enfadada".
"Solo un poco, debo admitirlo", dijo fríamente. "No sé tú, pero yo encuentro la traición un tanto ofensiva".
"Muy humano por tu parte".
Ella respiró hondo. "¿Qué quieres de mí?"
"Ahora estás fingiendo". Se levantó para colocarse cara a cara frente a ella. "Ya sabes lo que quiero de ti".
"Quieres atormentarme. Adelante. Pero deja en paz a mis hijos".
"No, no, no. No es eso lo que quiero, Barenziah". Se acercó a ella hablando bajo, con esa voz dulce que en el pasado le había hecho sentir escalofríos. La misma voz que estaba teniendo el mismo efecto sobre ella, aquí y ahora. "¿No lo ves? Era la única manera". Sus brazos envolvieron los de la reina.
Sintió como le flaqueaban las fuerzas y se debilitaba su odio hacia él. "Podías haberme llevado contigo". Los ojos se le llenaron de lágrimas sin que pudiera evitarlo.
Él negó con la cabeza. "No tenía el poder suficiente. ¡Pero ahora, ahora...! Ahora lo tengo todo. Todo es mío, puedo darlo, puedo compartirlo... contigo". Volvió a mover la mano hacia la ventana y la ciudad que asomaba a través de ella. "Tengo a toda Tamriel preparada para ponerla a tus pies, y esto es solo el principio".
"Es demasiado tarde. Demasiado tarde. Me dejaste en sus manos".
"Pero él ha muerto. El campesino está muerto. Apenas unos años... ¿qué importa eso?"
"Los niños..."
"Puedo adoptarlos. Y tendremos otros juntos, Barenziah. Oh, ¡serán unos niños maravillosos! ¡Vamos a darles lo mejor! Tu belleza y mi magia. Tengo poderes con los que jamás podrías soñar, ¡ni siquiera en tu más aventurada imaginación!" Se acercó para besarla.
Ella se deshizo de su abrazo y se dio la vuelta. "No te creo".
"Sí que me crees, lo que pasa es que sigues enfadada, eso es todo". Él sonrió. Pero no sonreía con la mirada. "Dime lo que quieres, Barenziah. Barenziah, mi amada. Dímelo y será tuyo".
Toda su vida pasó ante sus ojos. El pasado, el presente y el futuro aún por llegar. Momentos diferentes, vidas distintas, otras Barenziahs. ¿Cuál era la verdadera? ¿Quién era la auténtica Barenziah? Esta elección daría forma a su destino.
Lo había logrado. Lo sabía. Sabía quién era la auténtica Barenziah y qué era lo que quería.
"Un paseo por el jardín, mi señor", dijo ella. "Quizás una o dos canciones".
El Ruiseñor rio. "Quieres ser cortejada".
"¿Y por qué no? Lo haces tan bien. Además, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve ese placer".
Él sonrió. "Como desees, mi reina Barenziah. Tus deseos son órdenes para mí". Le tomó la mano y la besó. "Ahora y siempre".
Así pasaron los días de cortejo, caminando, hablando, cantando y riendo juntos mientras los asuntos del emperador quedaban en manos de sus subordinados.
"Me gustaría ver el báculo", dijo Barenziah en un día ocioso. "Solo lo he visto una vez, como recordarás".
Él frunció el ceño. "Nada me daría más placer, amor de mi corazón, pero eso es imposible".
"No confías en mí", protestó Barenziah, suavizando sus labios mientras se inclinaba a besarle.
"Qué tontería. Por supuesto que sí. Pero no está aquí", rio. "En realidad, no está en ninguna parte". Volvió a besarla, esta vez con más pasión.
"Otra vez estás hablando con adivinanzas. Quiero verlo. No puedes haberlo destruido".
"Ah. Eres más sabia que la última vez que nos vimos".
"De alguna manera, inspiras mis ansias de conocimientos". Ella se levantó. "El Báculo del caos no puede ser destruido. Y no se puede sacar de Tamriel, no sin que la tierra sufra grandes consecuencias".
"Ahhh. Me has impresionado, mi amor. Todo eso es cierto. No ha sido destruido, y tampoco ha salido de Tamriel. Y sin embargo, como ya te he dicho, no está en ninguna parte. ¿Puedes resolver el enigma?" La acercó hacia él y ella se envolvió en su abrazo. "Aquí tienes una adivinanza aún más difícil", susurró. "¿Cómo se puede hacer uno de dos? Eso puedo enseñártelo, y lo haré". Sus cuerpos se unieron y sus brazos se fundieron en un nudo inseparable.
Más tarde, cuando se habían apartado un poco y él estaba echando una cabezada, ella pensó, medio dormida, "Uno de dos, dos de uno, tres de dos, dos de tres... lo que no se puede destruir ni hacer desaparecer, quizás se puede dividir..."
Se levantó con los ojos brillantes, y comenzó a sonreír.
El Ruiseñor escribía un diario. Incluía anotaciones todas las noches tras recibir breves informes de sus subordinados. Estaba en un escritorio cerrado con llave, pero la cerradura era bastante sencilla. Después de todo, ella había sido miembro del gremio de ladrones en una vida pasada... en otra vida... otra Barenziah...
Una mañana, Barenziah logró echarle un vistazo mientras él estaba ocupado en su aseo personal. Descubrió que el primer fragmento del Báculo del caos estaba escondido en una antigua mina de enanos llamada Cubil del Colmillo, aunque su situación solo se describía en términos muy vagos. El diario estaba plagado de apuntes con una escritura extraña, y era muy difícil de descifrar.
Toda Tamriel, pensó ella, está en sus manos y en las mías, quizá haya más aún en juego, y aun así...
A pesar de todo su encanto exterior, había una oquedad fría donde su corazón debía estar, un vacío del que no era consciente, pensó ella. Era posible verlo de vez en cuando, en el momento en que sus ojos se volvían duros y blancos. Y, aun así, aunque tenía un concepto distinto de estas cosas, también anhelaba conseguir la felicidad y la satisfacción. Sueños de campesino, pensó Barenziah, y la imagen de Straw volvió a aparecerse en su mente, con un aire triste y perdido. Y después Therris, con una sonrisa khajiita felina. Tiber Septim, poderoso y solitario. Symmaco, sólido, impasible Symmaco, que hacía lo que había que hacer, con calma y eficacia. El Ruiseñor. El Ruiseñor, una adivinanza y una realidad, oscuridad y luz. El Ruiseñor, que lo dominaría todo y más, y que extendería el caos en nombre del orden.
Barenziah obtuvo a regañadientes un permiso para ir a visitar a sus hijos, que aún no habían sido informados de la muerte de su padre ni de la oferta de protección del emperador. Por fin lo hizo, pero no fue fácil. Morgiah se colgó de ella durante lo que pareció una eternidad, sollozando desconsolada, mientras que Helseth salió corriendo al jardín para estar a solas, y después rechazó todos los intentos de su madre de hablar con él sobre su padre. Ni siquiera permitió que le abrazara contra su pecho.
Eadwyre la visitó mientras estaba allí. Le informó de lo que había descubierto hasta el momento, explicándole que todavía tenía que volver y tratar de descubrir más cosas.
El Ruiseñor bromeó con ella sobre su anciano admirador. Era consciente de las sospechas de Eadwyre, pero no le preocupaban lo más mínimo, pues nadie tomaba en serio a ese viejo loco. Barenziah logró incluso organizar una especie de reconciliación entre ellos. Eadwyre se retractó públicamente de sus dudas, y su "viejo amigo" el emperador le perdonó. Después, fue invitado a cenar con ellos al menos una vez por semana.
A los niños les gustaba Eadwyre, incluso a Helseth, que no aprobaba la relación de su madre con el emperador, por lo que lo odiaba. Conforme iban pasando los días, se iba volviendo hosco y temperamental, y a menudo discutía con su madre y con su amante. Eadwyre tampoco veía la relación con buenos ojos, y el Ruiseñor disfrutaba haciéndole gestos de cariño en público a Barenziah para molestar al anciano.
No podían casarse, porque Uriel Septim ya estaba casado. Al menos, no por el momento. El Ruiseñor había exiliado a la emperatriz poco después de ocupar el puesto del emperador, pero no había osado hacerle daño. La envió al santuario junto al Templo del Único. Se comentaba que tenía problemas de salud, y los agentes del Ruiseñor habían hecho correr el rumor de que tenía problemas mentales. Los hijos del emperador también habían sido enviados a diferentes prisiones por toda Tamriel camufladas como "escuelas".
"Con el tiempo, empeorará", dijo el Ruiseñor despreocupado, refiriéndose a la emperatriz y mirando con satisfacción los pechos y el estómago hinchado de Barenziah. "Y sus hijos... Bueno, la vida está llena de peligros, ¿no es así? Nos casaremos. Tu hijo será mi heredero".
Él no quería al niño. Barenziah estaba segura de ello. Menos segura estaba, sin embargo, de sus sentimientos por ella. Ahora discutían continuamente, a veces con violencia, normalmente sobre Helseth, a quien él quería enviar a la escuela de la isla de Estivalia, la provincia más alejada de la Ciudad Imperial. Barenziah no se esforzaba por evitar estos altercados. Después de todo, al Ruiseñor no le interesaba una vida suave y libre de alborotos, pues disfrutaba mucho las reconciliaciones posteriores...
En ocasiones, Barenziah se llevaba a los niños y se retiraba a su antiguo apartamento, afirmando que no quería tener nada que ver con él. Pero él siempre regresaba en su busca, y ella siempre le dejaba que volviera. Era algo inexplicable, como la salida y la puesta de las dos lunas de Tamriel.
Ya estaba embarazada de seis meses cuando por fin logró descifrar la situación del último fragmento del báculo, tarea que le resultó fácil, pues todos los elfos oscuros saben dónde se encuentra el monte de Dagoth-Ur.
Cuando volvió a discutir con el Ruiseñor, ella se limitó a abandonar la ciudad con Eadwyre y se dirigió rápidamente hacia Roca Alta y Quietud. El Ruiseñor estaba furioso, pero no podía hacer nada. Sus asesinos eran bastante ineptos, y no se atrevía a abandonar su trono para perseguirlos personalmente. Tampoco podía declarar abiertamente la guerra contra Quietud. No tenía ningún poder legítimo sobre ella ni sobre el niño de sus entrañas. Como era de esperar, la nobleza de la Ciudad Imperial no aceptaba su relación con Barenziah (igual que hicieron hace muchos años con Tiber Septim) y se alegraron de verla marchar.
Quietud tampoco confiaba en ella, pero Eadwyre contaba con la ferviente adoración de su próspera y pequeña ciudad-estado, y ya habían hecho concesiones por estas... excentricidades. Barenziah y Eadwyre se casaron un año después del nacimiento de su hijo con el Ruiseñor. A pesar de este incidente, Eadwyre los adoraba, a ella y a los niños. Ella no le amaba a él, pero le tenía cariño, que era importante. Era bonito tener a alguien, y Quietud era un lugar muy agradable, un buen hogar donde los niños podían crecer, mientras esperaban, esperaban que llegara su momento y rogaban por el éxito del adalid en su misión.
Barenziah solo podía esperar que no tardara demasiado, fuera quien fuera ese adalid sin nombre. Ella era un elfo oscuro, y disponía de todo el tiempo del mundo. Todo el tiempo. Pero no le quedaba amor por dar, ni odio por quemar. No le quedaba nada, nada más que dolor y recuerdos... y sus hijos. Solo quería criar a su familia y ofrecerles una vida buena, y vivir en paz lo que quedaba de la suya. No dudada que todavía le quedaba una larga vida por delante. Y quería vivirla con paz, tranquilidad y serenidad, tanto en el alma como en el corazón. Sueños de campesino. Eso es lo que ella quería. Eso es lo que quería la auténtica Barenziah. Esa era la verdadera Barenziah. Sueños de campesino.
Dulces sueños.