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La locura del azar, parte 1[]

La locura del azar, parte 2[]

Contenido[]

La locura del azar

de
Zylmoc Golge

A la edad de dieciséis años, Minevah Iolos ya no era bien recibida en las tiendas y mansiones de Balmora. Unas veces, se llevaba todo lo que había de valor en ellas; otras, le bastaba con experimentar el verdadero placer de encontrar la forma de superar las cerraduras y las trampas. En todas las ocasiones, dejaba un par de dados en un lugar visible como tarjeta de visita para que los propietarios supieran quién les había robado. El misterioso fantasma llegó a ser conocido entre los habitantes del lugar como Azar.

Una conversación típica en Balmora en aquella época:

«Querida, ¿qué pasó con aquel maravilloso collar tuyo?».

«Cielo, se lo llevó el Azar».

A Azar solo dejaba de gustarle su pasatiempo cuando calculaba mal y se topaba con algún propietario o guardia. Hasta ese momento, nunca la habían atrapado o visto siquiera, pero había tenido encuentros desagradablemente cercanos docenas de veces. Llegó un día en el que sintió que ya era hora de aumentar su radio de acción. Consideró ir a Vivec o a Gnisis, pero una noche, en Los Ocho Platos, escuchó una historia sobre la tumba ancestral de los Heran, un antiguo sepulcro repleto de trampas y que albergaba tesoros de la familia Heran acumulados durante siglos.

La idea de acabar con el hechizo de la tumba de los Heran y obtener la fortuna que contenía la atrajo, pero enfrentarse a los guardias del exterior iba más allá de su experiencia. Mientras sopesaba sus opciones, vio a Ulstyr Moresby sentado en una mesa cercana, solo, como era habitual. Se trataba de un enorme y bruto bretón que tenía reputación de excéntrico y amable, un gran guerrero que se había vuelto loco y que prestaba más atención a las voces dentro de su cabeza que al mundo que lo rodeaba.

Azar decidió que, si debía tener un socio en tal empresa, aquel hombre sería perfecto. No exigiría o comprendería el concepto de obtener una parte equitativa del botín. Llegados a lo peor, no le echarían de menos si los habitantes de la tumba de los Heran eran demasiado para él. O si Azar se hartaba de su compañía y elegía dejarlo atrás.

«Ulstyr, no creo que nos conozcamos; me llamo Minevah», dijo mientras se acercaba a la mesa. «Se me antoja una excursión a la tumba ancestral de los Heran. Si crees que puedes encargarte de los monstruos, yo podría ocuparme de forzar las puertas y hacer saltar las trampas. ¿Qué te parece la idea?».

El bretón se tomó un momento para contestar, como si considerase el consejo de las voces de su cabeza. Finalmente, asintió mientras murmuraba: «Sí, sí, sí, prepara una roca, acero candente. Quitina. Paredes más allá de las puertas. Cincuenta y tres. Dos meses y volvemos».

«Espléndido», dijo Azar, ni siquiera disuadida en lo más mínimo por los desvaríos. «Partiremos mañana temprano».

Cuando Azar se reunió con Ulstyr a la mañana siguiente, este llevaba una armadura de quitina y e iba armado con una espada poco corriente que brillaba débilmente a causa de un encantamiento. Al comenzar la caminata, ella intentó entablar conversación, pero las respuestas obtenidas tenían tan poco sentido que rápidamente abandonó su propósito. Una tormenta repentina descargó sobre la llanura y los empapó, pero como ella no llevaba armadura y Ulstyr llevaba una de quitina resbalaliza, su avance no se resintió.

Rebuscaron en los oscuros escondrijos de la tumba de los Heran. Su instinto había acertado: formaban una buena pareja.

Ella reconocía las antiguas trampas de alambre, los agujeros mortales y las partes quebradizas antes de que se activaran, y forzaba todo tipo de cerraduras: con seguro sencillo, de combinación, de cierre retorcido, de doble pestillo, variedades de la antigüedad sin nombres modernos, artefactos oxidados que habría sido peligroso abrir incluso con la llave.

Ulstyr, por su parte, acabó con montones de extraños enemigos que Azar, una chica de ciudad, nunca había visto. El hechizo de fuego de la espada encantada de Ulstyr demostró ser especialmente eficaz contra los atronach de la escarcha. Incluso salvó a Azar cuando esta perdió pie y casi cae de cabeza a través de una sombría grieta en el suelo.

«No te hagas daño», le dijo, mostrando auténtica preocupación. «Hay paredes más allá de las puertas y cincuenta y tres. Anillo drenador. Dos meses y volvemos. Trae una roca. Ven, madre Azar».

Azar no había estado prestando demasiada atención al parloteo de Ulstyr, pero se sobresaltó cuando este pronunció su nombre. Se había presentado a sí misma como Minevah. ¿Podría ser cierto lo que decían los campesinos, que cuando los locos hablaban, lo hacían con el príncipe daedra Sheogorath, que les aconsejaba y les daba información más allá de su comprensión? ¿O era que, de forma más verosímil, Ulstyr se limitaba a repetir lo que había oído decir en Balmora, en donde en años recientes «Azar» se había vuelto un sinónimo de forzar cerraduras?

Mientras ambos continuaban avanzando, Azar pensaba en las palabras sin sentido de Ulstyr. Cuando se conocieron, había dicho «quitina» como si se le acabase de ocurrir, y la armadura de quitina que llevaba había demostrado ser muy útil. Sucedía lo mismo con «acero candente». ¿Qué podría significar «paredes más allá de las puertas»? ¿O «dos meses y volvemos»? ¿Qué sumaban «cincuenta y tres»?

La idea de que Ulstyr poseyera un conocimiento secreto sobre ella y sobre la llave de la tumba comenzó a enervar a Azar, que decidió abandonar a su compañero una vez hubieran descubierto el tesoro. Ulstyr se había abierto paso cortando a los guardias vivos de la mazmorra y también a los muertos: si ella se limitaba a marcharse por donde habían entrado, estaría a salvo sin necesidad de un defensor.

Una de las frases pronunciadas tenía perfecto sentido para ella: «anillo drenador». En una de las casas de Balmora, se había apoderado de un anillo tan solo porque le parecía bonito. No fue hasta después que descubrió que podía utilizarlo para absorber la vitalidad de otras personas. ¿Podría saber esto Ulstyr? ¿Lo pillaría por sorpresa si lo usaba con él?

Mientras continuaban avanzando por la sala, Azar pensaba en cuál sería la mejor forma de abandonar al bretón. De forma abrupta, el pasillo terminaba ante una gran puerta de metal protegida por una cerradura dorada. Usando su ganzúa, Azar retiró con un chasquido los dos seguros y el cerrojo, y abrió la puerta de par en par. El tesoro de la tumba de los Heran estaba en el interior.

Azar se quitó tranquilamente el guante, dejando al descubierto el anillo al mismo tiempo que entraba en la habitación. Esta contenía cincuenta y tres bolsas. Cuando se dio la vuelta, se cerró la puerta entre ella y el bretón. En su lado ya no parecía una puerta en absoluto, sino una pared. Paredes más allá de puertas.

Durante muchos días, Azar gritó sin cesar, intentando encontrar una forma de salir de la habitación. Transcurridos otros cuantos, escuchó de forma confusa la risa de Sheogorath dentro de su propia cabeza. Dos meses más tarde, cuando Ulstyr volvió, ella había muerto, y él usó una roca para abrir la puerta y llevarse el oro.

Apariciones[]

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