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Anónimo

La última vez que vi al viejo argoniano, me sorprendió lo vivo que parecía, a pesar de que estaba agonizando.

«El secreto», dijo, «de mantenerse con vida... no está en huir, sino en nadar directo hacia el peligro. Lo pillas desprevenido».

«¿Así es como te las arreglaste para encontrar esta garra?», pregunté, blandiendo la pequeña talla como si fuera un arma. La había encontrado entre sus posesiones, que le estaba ayudando a repartir entre sus beneficiarios. «¿Debería ser también para tu primo? ¿Zambullidas-Desde-Abajo?».

Ante esto, ensanchó la boca, enseñando los colmillos. Si no lo hubiera conocido desde hace tanto tiempo, habría pensado que estaba gruñendo, pero sabía que era una sonrisa. Graznó un par de veces para intentar reírse, pero acabó jadeando y tosiendo, esparciendo sangre rancia por las sábanas.

«¿Sabes qué es eso?», preguntó entre ataques de tos.

«He oído historias», respondí. «Las mismas que tú. Parece una de esas garras para abrir las puertas que sellan las antiguas criptas. Nunca había visto una».

«Así, sabrás que únicamente le desearía eso a un enemigo mortal. Dárselo a mi primo solo sería alentarlo a correr hacia uno de esos túmulos a que lo partiera una espada draugr».

«Entonces, ¿quieres que me la quede yo?», bromeé. «¿De dónde sacaste esto?».

«Los míos saben encontrar cosas que tu gente da por perdidas. Tira algo al fondo de un lago, y un nórdico nunca lo volverá a ver. Es asombroso lo que puedes encontrar en el fondo».

En ese momento contemplaba el techo, y -por la forma en que sus ojos empañados miraban alrededor- supe que estaba viendo sus recuerdos, en lugar de la piedra agrietada que teníamos encima.

«¿Alguna vez has intentado usarla?», le susurré, esperando que me oyera a través de la niebla.

«¡Claro que sí!», me espetó, recobrando la lucidez de repente. Sus ojos se abrieron y se clavaron en mí. «¿De dónde crees que saqué esto?», ladró, abriéndose la túnica para mostrar una cicatriz blanca que le formaba un gran nudo en forma de estrella en las escamas, debajo del hombro derecho. «Los malditos draugr me cayeron encima. Eran demasiados».

Me sentí fatal, ya que sabía cuánto odiaba hablar de las batallas en las que había estado. Para él, bastaba con haber sobrevivido, y cualquier historia no era más que fanfarronería. Ambos nos quedamos en silencio varios minutos, y su respiración dificultosa era el único sonido perceptible.

Fue él quien rompió el silencio. «¿Sabes lo que siempre me mosqueó?», preguntó. «¿Para qué se molestarían con los símbolos?».

«¿El qué?».

«Los símbolos, idiota, mira la garra».

Le di la vuelta en mi mano. En efecto, en el anverso había grabados tres animales: un oso, un búho y una especie de insecto.

«¿Qué significan los símbolos, Deerkaza?».

«Las puertas cerradas. No basta con tener la garra. Están hechas de enormes ruedas de piedra que deben alinearse con los símbolos de la garra para que se abran. Es una especie de cerradura, supongo. Pero no sabía por qué se molestarían en ponerlos. Si tenías la garra, tenías también los símbolos para abrir la puerta. Entonces, ¿para qué...?».

Un acceso de tos lo cortó. Era lo máximo que le había oído hablar en meses, pero era consciente de lo difícil que era para él. Sin embargo, sabía cómo pensaba y lo ayudé a hilvanarlo.

«¿Para qué tener una combinación si la vas a escribir en la llave?».

«Exacto. Pero, mientras yacía sangrando en el suelo, caí en la cuenta. Los draugr son implacables, pero muy poco inteligentes. Una vez me derribaron, siguieron arrastrando los pies. Sin propósito, sin dirección. Chocando entre sí, con las paredes».

«¿Por tanto...?».

«Por tanto, los símbolos en las puertas no estaban destinados a ser otra cerradura, solo una forma de asegurarse de que la persona que entrase estuviera viva y tuviera una cierta inteligencia».

«Luego, las puertas...».

«Nunca se pensaron para que la gente no entrara. Estaban destinadas a mantener dentro a los draugr».

Y, con eso, volvió a quedarse dormido. Cuando se despertó, varios días después, se negó por completo a hablar más de los draugr, y lo único que hacía era poner una mueca de dolor y agarrarse el hombro si yo trataba de mencionarlos.

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