ahogados por el batir de más de un centenar de alas. Del río de lava emergió toda una colonia de asoladores de acantilados, y querían sangre. El maldito bicho me había conducido justo hasta su nido y se había sacrificado con el propósito de darme de comer a su prole. Las malditas criaturas se habían vuelto demasiado astutas. Consciente de que posiblemente fuera el fin, desmonté de un salto del zancudo del cieno y le di un golpe en la pata con la